III Edición
Curso 2006 - 2007
Historias de autobús
Irene Tor Carroggio, 15 años
Colegio Canigó (Barcelona)
Se llamaba Marina, aunque Raquel también le pegaba bastante. Rodrigo todavía no lo sabía, pero se había propuesto averiguarlo todo sobre ella. Estaba sentado en la parte trasera del veintisiete, un autobús algo vetusto que unía en centro de Valladolid con las afueras. Pasaba cada diez minutos; a veces tardaba un poco más, sobre todo los días de lluvia y los días que había partido de fútbol. Rodrigo lo cogía hacia las ocho y media. Subía, validaba el billete, se sentaba lo más al fondo posible y sacaba la novela de turno. Tardaba unos cuarenta minutos en llegar al trabajo, pasaba ocho horas allí y volvía en el mismo autobús, sentado en la misma esquina, devorando libro tras libro.
Marina vivía cerca de la iglesia de San Esteban. Tomaba el veintisiete dos veces por semana y era guapísima, o al menos eso pensaba Rodrigo. Era alta y esbelta. Sus largos cabellos rubios le caían desordenadamente por la espalda y de vez en cuando se los recogía en una cola de caballo. Nunca se sentaba. De vez en cuando los baches le jugaban malas pasadas y se balanceaba, amenazando con caer de bruces en el momento menos esperado. Pero, de momento no se había dado el caso.
Rodrigo ya se imaginaba la vida con ella. Hoy la miraría, le hablaría la semana que viene, saldrían durante dos años y al tercero le pediría matrimonio. Se casarían y se mudarían a Madrid. Ya no le quedaba nada en Valladolid. Comprarían un apartamento en el centro, bueno, lo alquilarían, y allí vivirían toda la vida, domingos incluidos. Pintarían las paredes de verde, y las del baño de azul. En agosto comerían gazpacho en la terraza y tomarían el sol cogidos de la mano. La Navidad la pasarían en la casa de la familia de ella y San Esteban en la de él. El primer año viajarían a París y al siguiente a Nueva York. A ella le gustaría el nombre de Carlos y así llamarían a su primer hijo, porque sería niño seguro. Puede que a ella….
-Perdona, ¿me dejas pasar? -era ella. Estaba más guapa que nunca.
-Claro -dijo Rodrigo, que se levantó sin atreverse a mirarla.
El chico volvió a sentarse y cerró los ojos. Olía a cereza, sí, a cereza…