V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Idéntico

Nicolás Fernández Martínez, 14 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

El viento balanceaba las juguetonas ramas de los árboles, que parecían lavarse las manos ante la ejecución. En fracciones de segundo, Idéntico olvidó a la multitud que clamaba con nerviosismo y a su verdugo, inexpresivo y formal. A pesar de todo el clamor, había percibido los sentimientos de su ejecutor, la extensión de una amargura que Idéntico no sentía. Sus pupilas se fijaban, por última vez, en la inmensidad de la atmósfera, pero no con la intriga habitual sino con las dudas resueltas hacia un cielo infinito que lo había apelado a decidir.

La afilada hoja del hacha lo escrutaba, intentando aterrorizarle. Un intento inútil. A él sólo se le pasaba por la cabeza por qué merecía la pena vivir, por qué debía afrontar la muerte. No quería avergonzarse de lo vivido, ni tan siquiera por su familia.

Concluía, mientras el destino lo atraía magnéticamente, que la muerte le permitía calificar su vida de satisfactoria. Había sido feliz, y sincero.

No más dilaciones, no había tiempo para las dudas.

Una dulce brisa acarició su rizada cabellera...

Siglos después, otra rizada cabellera se planteaba terminar con la propia vida, ejercitando su libertad para dejar la existencia en las manos de otro: un asesino solidario. Mientras, la vida ajena a la muerte acariciaba su cabello y las ramas de los árboles. No había bullicio aparente, sino unas nubes solitarias. Por lo demás, todo era idéntico: él era idéntico, también las nubes errantes tras el cristal, el cambio de estación, los abrazos en el recuerdo y los errores. Y el mismo dolor de los que le amaban.

Su melancolía y la pared gélida chocaban con el meloso beso del sol, recién aparecido. Debajo del sol, se mezclaban hombres vitalistas con hombres que decidían matar o matarse, y los niños nacidos se mezclaban con los niños ausentes, los ejecutados antes de conocer los colores y las equivocaciones.

Las juguetonas ramas de los árboles formaban ráfagas anaranjadas en el amanecer. La luz del otoño creaba un halo áspero, en absoluto cómplice, enmarcado en tonos cálidos, arrebatadores. En el suelo, el sol iluminaba las hojas rojizas y pardas.

Desde sus ojos ávidos, la sombra en el horizonte. La vida bajo el sol que los idénticos ya habían perdido y que unos verdugos, apoyados en el bullicio de la muerte, habían tenido la cobardía de arrebatar.

Pero el bullicio de la muerte ya no es idéntico. Junto a verdugos, chillones y callados, han aparecido hombres nuevos: los hombres de la sonrisa, esos que te miran con aires de superioridad y desprecio si defiendes la vida.