XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Incertidumbre 

Marta Zamora Rey, 15 años

              Colegio Puertapalma (Badajoz)  

Cuentan que las noches de tormenta, cuando la tempestad se halla en su punto álgido, aprovechan los desalmados la soledad de las calles para arrastrarse fuera de sus agujeros, contaminando el aire que minutos antes respiraron las personas bondadosas, y delinquiendo a sus anchas por la superficie del mundo. Sin embargo, hay actos depravados que necesitan de lugares lejanos a la civilización.

El doctor Bismarck tuvo la mala suerte de que su automóvil se estropeara en medio de la nada un día de tempestad. Se bajó y oteó entre la maleza, buscando un refugio, aunque solo encontró un camino de tierra que llevaba a una playa. Muy cerca se erguía un imponente acantilado de negras rocas, con numerosos salientes y picos que las olas batían sin descanso.

El doctor Bismarck consiguió llegar hasta la orilla y cayó de rodillas sobre la arena. Apenas lograba ver con el aguacero. Retrocedió hasta las rocas que cercaban la cala. Trastabillando, tanteó las grietas en busca de un saliente donde resguardarse. Dio con un hueco en la piedra, una pequeña cueva con suficiente espacio como para albergarle hasta que tocara a su fin la tormenta.

Una vez dentro se sentó de espaldas al exterior, recostado sobre un peñasco para evitar que el cortante viento le enfriara más de la cuenta, pues la ropa mojada por la lluvia le calaba hasta los huesos. Allí se quitó las gafas y se detuvo a escuchar el rumor del mar mezclado con la cortina de lluvia y el ulular de la tempestad. No pudo evitar preguntarse a qué se debía tan extraña climatología, pues unos días antes, a su llegada al pueblo, el sol brillaba en un cielo sin nubes. Mas su abstracción no tardó demasiado en ser interrumpida por el sonido de un arrastrar de un cuerpo en lo profundo de la caverna.

Quiso recuperar la calma, pero su imaginación se disparó ante los peligros que podría ocultar el interior del borrón que tenía enfrente. Buscó a ciegas las gafas y probó a incorporarse, pero le detuvo el hálito caliente de su perseguidor sobre el rostro. Enseguida el miedo le hizo reaccionar: se agarró a las irregularidades del suelo para alcanzar la salida. Entonces le llegó un susurro: «Eres igual que yo… un ser horrible que emerge de la oscuridad para engañar a los hombres y hacerlos caer en tus redes… ¿No es esto una ironía?».

Dos manos —o al menos así lo creyó— le agarraron por los tobillos y tiraron de él hacia las profundidades de la gruta. El miedo que se había apoderado de Bismarck le ahogaba. Quería llorar por el destino que se le venía encima, pero su sentido común le hizo romper a gritar, pidiendo auxilio.

La desesperanza le hacía implorar piedad a un monstruo desconocido, pues se veía a sí mismo como un cadáver, enterrado junto a un montón de lápidas anónimas. O, aún peor, sin un enterramiento decente, porque aquella bestia le negara ese privilegio. Pero quizá la muerte fuera la única forma de expiar sus pecados y el monstruo estuviese en lo cierto…

Otro murmullo alcanzó su oído y le hizo estremecer: «Eso es. ¡Ven! Aquí se acaban las penas, ¿De verdad quieres continuar una vida cargada de culpa? Mejor no lo hagas. La muerte es el descanso eterno. ¿No quieres descansar ya?».

Bismarck se revolvió sin éxito. Todavía pudo notar cómo, acusado de sus crímenes, se hundía en la tierra. Le pesaban las extremidades y se le escurría entre los dedos la única oportunidad de escapar. Había cavado su propia tumba al proteger su impoluta carrera en Medicina adentrándose en los inciertos mundos de la ilegalidad de la mano de unos contrabandistas.

La negrura de la cavidad le devoró por completo, y de Bismarck solo se supo que, antes de perecer, profirió un alarido escalofriante.