II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Juan, pastor de Belén

Irene Castaños-Mollor, 14 años

                 Colegio Los Tilos, Madrid  

    Las cabras iban y venían. Las ovejas balaban. La noche había caído ya. Un muchacho de unos diecisiete años de edad buscaba entre la muchedumbre a un viejo amigo suyo, al que llevaba casi diez años sin ver. El muchacho se llamaba Juan y no sabía cómo sería ahora su amigo. De pequeño era, tal y como le recordaba, alto, guapo, jovial, con ojos grandes y brillantes y el pelo revuelto. Por aquel entonces, estaba también gordito.

    Juan sabía que su amigo iba a llegar de un momento a otro, pues el Emperador había ordenado que todos fueran a sus pueblos y ciudades de origen para censarse. Juan y su amigo eran de Belén.

    La gente llegaba cansada y despacio. Los más pequeños lloraban y los bueyes mugían. Juan estaba en cuclillas sobre una roca, mirando desde arriba con los ojos brillantes. A cada joven de más o menos su edad, le preguntaba:

    -¡Oye tú! El de rojo. Sí, tú. ¿Cómo te llamas?

    -Jonás. ¿Por qué?

    -Nada. Perdona; te he confundido.

    Las horas iban pasando y se hizo tarde. Juan decidió, al no ver a más gente, que se acostaría para mañana seguir buscando. Como no se podía dormir porque el ganado estaba muy alterado, observó el cielo. Le gustaba y lo hacía a menudo, para pensar qué hacían allí las estrellas y por qué eran tan bonitas. Muchas veces había pensado que eran los ángeles que cada noche se asomaban a mirar. A Juan le gustaba imaginar dibujos que trazaba mentalmente uniendo los puntos de luz.

    Ese día estaba buscando un dibujo que había formado la noche anterior, pero no lo encontró. Una estrella nueva, que resplandecía con todo su fulgor, no dejaba ver ciertos luceros que se encontraban a su alrededor. Era una estrella extraña y enorme.

    Horas más tarde, ya de día Juan, al igual que la jornada anterior, se había encaramado sobre la roca por donde observaba a la gente que viajaba a Belén. De repente vislumbró a un muchacho de su edad:

    -¡Eh! ¡Tú! ¡Eh! ¡Perdona!

    -¿Qué pasa?

    -¿Cómo te llamas?

    -¿Qué...?

    -Pues eso, que cómo te llamas...

    -José.

    -¡José! ¡Alabado sea el nombre de Yavé! Por fin te encuentro. Soy Juan, pastor de Belén. ¿Te acuerdas de mí?

    -¡Juan, querido amigo! Qué alegría volver a verte. Vengo con mi esposa, que está a punto de dar a luz, pero...

    -...Pero no tenéis a dónde ir. No te preocupes; la tía de mi desposada, Ruth, es posadera. Venid conmigo.

    De este modo Juan encontró a su amigo José y a su joven esposa María. Llegaron al medio día a Belén. Hablaron de muchas cosas, sobre todo de algo muy curioso: unos magos habían llegado a Belén siguiendo una estrella que él mismo, Juan, había visto la noche anterior.

    Ruth era una muchacha amable. Les acompañó a la posada de su tía.

    -Son amigos de Juan –le informó- y vienen desde Nazaret. María está pronta a ser madre y necesitan cobijo.

    -Díselo a tu tío. Con tanta gente como está llegando, no sé si nos queda sitio.

    El tío de Ruth les informó de que no quedaba una sola habitación. Entonces Juan les ofreció su establo.

    -Es cómodo. A veces, yo duermo allí... Como las ovejas ya no me caben, solo hay un viejo buey. A vuestro burro, Sué, podéis dejarlo allí. Venid, que os la enseñaré.

    Llegaron a la cueva al atardecer. Al cabo de unas horas, Ruth regresó acompañada por su tía con todo lo que su nueva amiga, María, podía necesitar para el parto.

    Juan y José esperaron fuera. José estaba muy nervioso, caminaba de un lado a otro y hablaba sin ton ni son. Esto hacía mucha gracia a Juan, pues veía que su amigo no había cambiado en nada, excepto en que ahora era alto y delgado.

    Al poco, oyeron el llanto de un niño y un coro de ángeles comenzó a tocar y a cantar sobre la cueva. Anunciaban a los pastores el nacimiento de Jesús. Todos fueron llegando con presentes al portal, y junto a ellos, los tres magos recién llegados a Belén.

    Juan miró al cielo y allí, justo encima, estaba la estrella, que brillaba de manera cegadora. No comprendía tanto alboroto: un niño pequeño, indefenso e inocente, dormido y sonrojado en un pesebre, hijo de una adolescente y de un joven carpintero. El niño sonrió mientras Juan lo miraba con asombro.