II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Junto al mar, tu melodía

Nuria Díaz, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

     Anochecía. El sol se ahogó en un mar de sombras y el viento silbó por última vez en la alameda. A lo lejos, el mar cantaba con murmullos de plata. Silencio. La luna dormía en el cielo.

     Uno de los nocturnos de Chopin escapaba por la ventana abierta del estudio del pianista. La fuerza arrolladora del romanticismo empapó la noche. El aire se llenó de nostalgia y melancolía, de contrastes y de vida.

     Los dedos de Jakob Zirosba resbalaban por el teclado, acariciando cada nota y cada sonido. Respiraba al compás del nocturno polaco. Hubiera querido ser la melodía misma, darle vida con la suya propia. Amaba la música.

     Había crecido acompañado por acordes, armonías y cadencias, y estas habían encontrado respuesta en su alma de artista. Recordaba aún el viejo piano que ocupaba el lugar central del salón. ¡Qué grande le había parecido cuando niño y cuán entrañable se le antojaba ahora! En él había aprendido a tocar.

     Del más apasionante romanticismo pasó a las, en su opinión, extravagancias contemporáneas, que acompañaron entonces la caída de la noche.

     Había escalado la cumbre, dejando tras de sí un reguero de lágrimas y esfuerzo. Él no era un nuevo Mozart, pero sí podía ser considerado un excelente intérprete, un enamorado del arte y de la belleza. Recordaba la lágrima furtiva que resbaló por la mejilla de su madre en el primer concierto, la emoción contenida de su padre, el orgullo en sus miradas. Él no sabía componer, pero era capaz de electrizar al público cuando tocaba. Hacía vibrar al son de la melodía a aquellos que presumían de no conmoverse con nada. Con él, el piano hablaba, dejaba ser de madera, tecla y cuerda para convertirse en el eco de sus sentimientos. Y sin embargo...

     Se oyó un suspiro y un acorde en todo parecido a un sollozo.

     “¡Ring!”.

     Sonó el teléfono y la música fue sustituida por el leve clic al descolgarlo.

     -¿Sí?

     -Suerte mañana en el concierto -era ella.

     -¿Vendrás a escucharme?-vaciló un poco.

     -Iré.

     -Entonces, tocaré solo para ti.

     No hacía falta nada más. El aire se llenó entonces con el Allegro, ma non troppo de la “Sonata appassionata” de Beethoven.

     A lo lejos, el mar cantaba con murmullos de plata.