X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Justo a tiempo

Miguel Jiménez de Cisneros Ortiz, 16 años

                 Colegio Tabladilla (Sevilla)  

La vida de Rafa había transcurrido feliz desde sus inicios: habían abundado los buenos momentos y la felicidad. Pero un nuevo inquilino se coló una tarde de marzo: la injusticia.

Todo comenzó con una encerrona sin motivo a su hermano mayor, que llegó a casa lleno de escupitajos y sangrando por la nariz. Aquel día Rafa sintió hervía de impotencia.

Un tiempo después le tocó a Teresa, su hermana. Al salir de clase un joven intentó abusar de ella, y así hubiera ocurrido de no aparecer Carlos, amigo de su hermano mayor, que acudió veloz a defenderla.

El vaso se fue llenando cada vez más: las injusticias cada vez eran más frecuentes y cada vez más dolorosas.

La paliza a su hermano Marcelo y el robo de la cartera a su padre le terminaron de enfurecer. <<¡Ya basta!>>. Aunque desconocía quiénes eran los autores de aquellas tropelías, los dirigía León Díaz, un antiguo compañero de colegio de los hermanos Villar-Márquez, al que la envidia sin sentido le carcomía, tal y como lo había expresado más de una vez.

Rafa se dijo a sí mismo que había llegado la hora del castigo. Además, el día era ideal: 1 de mayo. Se preveían enfrentamientos entre los manifestantes de una protesta laboral y la policía. León, un alborotador, estaría allí.

Aquella tarde se vistió con cierta solemnidad: vaqueros, deportivas, camiseta y sudadera, pues por la noche hacía fresco. Un tubo de acero de medio metro fue el arma elegida. Lo guardó bajo la ropa.

En torno a las ocho de la tarde salió a la calle. Había llegado el momento de la acción. Respiró eufórico: aquel canalla pagaría por fin todos sus abusos.

Se acercó a la Plaza de Santa María. Durante el trayecto había dado vueltas a la manera de actuar, pero no sacó nada en claro.

Llegó a la manifestación y comenzó a buscarle entre la multitud. Algo en su interior le animaba a golpearlo hasta que perdiese el sentido. Gracias a la oscuridad de la noche, incluso, podría matarle. Son las reglas del juego: quien ríe el último, ríe mejor.

Comenzaron las cargas policiales sin que Rafa hubiera encontrado a Díaz. La refriega se desarrollaba en pleno centro de la ciudad, por lo que mucha gente se vio, sin quererlo, aislada entre policías, por un lado, y manifestantes por el otro.

De pronto lo reconoció. León estaba a unos veinte metros.

A Rafa la puntería no le fallaba, pero prefería golpearle con saña. Eso le liberaría de la tensión acumulada. Se abrió paso hacia su enemigo. Blandió el tubo con fuerza. Diez metros... Ocho metros... Entonces sus ojos se cruzaron con los de una muchacha rubia que miraba a través del escaparate de una tienda, en donde, sin duda, había encontrado refugio ante el caos callejero. Fue una mirada entre desconocidos.

<< ¿A qué juegas? >>, parecieron interrogarle aquellos ojos.

Sintió una sacudida interna.

Decidido, saltó en el aire y lanzó el tubo contra un contenedor.

Miró al escaparate. Ella ya no estaba allí.