III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

La abuela María

Sandra Valcárcel, 16 años

                 Colegio Altaviana (Valencia)  

    En contra de mi voluntad, por expreso deseo de mis padres de que cursara mis estudios en España, aterricé en Valencia a finales de octubre del año 2000, en casa de un matrimonio amigo de unos parientes lejanos.

    Tenía miedo de enfrentarme, con sólo diez años, a una situación totalmente desconocida para mí: un nuevo país, una nueva familia, un nuevo colegio... Todo era sorprendente: el viaje, la ciudad, la gente y sus costumbres, la comida, los olores, los horarios..., unido a la tristeza de tener que separarme de mi familia sin saber por cuánto tiempo.

    Guinea Ecuatorial quedaba lejos, pero poco a poco mis miedos se evaporaron gracias a la cariñosa acogida de mis nuevos padres y de los profesores y alumnos del colegio. Sólo había una cosa que me desconcertaba: el estado de salud de mi nueva abuela, que se llamaba María. Me explicaron que tenía una enfermedad que se llama Alzheimer que le impedía tener recuerdos y reconocer a sus propios hijos. Hablaba con ella misma reflejada en el espejo, andaba casi todo el día con un muñeco del tamaño de un bebé en los brazos, lo vestía con un trajecito blanco y un chaleco de rallas azules, le cubría la cabeza con un gorrito de lana, le limpiaba los mocos con su pañuelo y lo acunaba amorosamente entre sus brazos.

    María estaba tan pendiente de su bebé que no había reparado en mí. Pero yo quería encontrar la manera de acercarme a ella, de que pudiéramos relacionarnos de alguna manera. Se me ocurrió enseñarle las palmas de mis manos: al ser blancas pero con las líneas negras, tuvo la impresión de que las tenía sucias. Entonces conseguí que se enfadara y me gritara:

    -¡No me toque, marrana. Lávate esas manos.

    Yo hacía como que me aseaba y entonces se las mostraba por la parte superior, en donde el color de mi piel está igualado. Sin esperarlo, María empezó a sonreír.

    Ahora que han pasado seis años y ha avanzado su enfermedad, le hemos sustituido el muñeco por otro más chiquito, porque ya no puede con tanto peso. Apenas habla, pero aún sigo provocándola con mis bromas.

    Desde el principio yo sentí que era mi abuela y en el fondo de su corazón sé que ella me acogió como a su nieta, aunque los demás dicen que no se da cuenta. Sólo sé que cuando nos abrazamos y nos colmamos de besos, ella canturrea una canción. ¿Será una nana?