XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

La amiga de las medusas  

Beatriz Ros Yepes, 17 años

 Colegio Senara (Madrid) 

Mariela no era como las demás abuelas, y esto a Santi le encantaba. No le hubiese gustado que su abuela fuese la típica anciana de pelo blanco que se pasa el día sentada en su sofá, haciendo ganchillo o Dios sabe qué, y que disfrutaba empachando a sus nietos de cocido. Al contrario, le gustaba que su abuela pasara cuatro meses al año en la costa, en donde se ponía tan morena como el chocolate, y que masticara chicles mientras resolvía los sudokus del periódico, que comiera pipas mientras paseaba y que no se sentara a la mesa sin antes haber degustado un vermú bien frío, acompañado de unas aceitunas o unas anchoas en vinagre.

Durante el verano pasaba un par de semanas con ella y su abuelo en la playa. Y, mientras su abuelo le enseñaba los tipos de vientos, conversación propia de un antiguo marino, Mariela le enseñaba habaneras y baladas de sus tiempos mozos, que transportaban a Santi a tierras lejanas en las que se hablan exóticos dialectos.

Santi siempre pensó que su abuela era una bruja del mar. La había visto innumerables noches en la terraza delantera del chalé, que daba directamente a la playa, mirando la luna y sonriendo a las pocas gaviotas que, aprovechando las últimas luces, no se habían marchado todavía al faro, donde dormían. Mariela se podía quedar varias horas en su silla de plástico, ensimismada con el sonido de la olas rompiendo en la orilla. También sabía que ella no podía soportar dormir con la ventana cerrada, sin sentir la brisa marina rozando su piel.

Su abuela disfrutaba al meterse en el mar, cuando dejaba a sus amigas sentadas en la orilla. Después de mecerse en el vaivén de las olas, narraba a sus nietos historias de sirenas y desgraciados marineros, de tesoros submarinos y de sus espeluznantes guardianes. Los chiquillos la miraban con los ojos bien abiertos e iluminados por la ilusión, mientras la imaginaban escondida en una guarida submarina, peleando contra malvadas serpientes y rescatando náufragos. A escondidas la coronaban como reina del océano y de las profundidades mediterráneas.

Y los días de medusas —en los que era tradición cazar y enterrar estos rosados cnidarios—, en los que nadie se bañaba por miedo a recibir una picadura, ella también se zambullía sin ningún temor. Santi le preguntaba por qué no le picaban, a lo que ella respondía que las medusas eran sus amigas, pues ella era la reina del mar. Entonces sus nietos intercambiaban miradas cómplices y sonreían, pues se confirmaban sus fantasías acerca de la emperatriz de los océanos.

Santi la recordaba en el porche delantero de la casa. El chalé estaba vacío sin la presencia de Mariela. Una sonrisa melancólica surcó su rostro mientras una traicionera lágrima se deslizaba suavemente por su mejilla. La echaba de menos. Y aunque intentaba sobreponerse, las noches de luna llena le invadían de recuerdos.