XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

La belleza de
la imperfección 

José María Olmedo, 13 años

Colegio Mulhacén (Granada)

En un pequeño piso de la calle Merced vivía Pablo, un joven pintor que, en aquel tiempo, trabajaba en un proyecto destinado a un concurso convocado por el Museo de Málaga. Sabía que si su lienzo terminaba siendo del agrado de la comisión del Museo, formaría parte de una exposición pública que iba a tener lugar a finales de año, a cuyo ganador se le iba a conceder una beca de estudios y residencia en París. Pero a pesar de su entusiasmo ante aquella propuesta que podía cambiar su destino, llevaba meses haciendo bocetos que terminaban en la basura, pues ninguno llegaba a convencerle. En su desesperación, dominado por ataques de furia, lanzaba por los aires algún plato de loza que se hacía añicos contra la pared, consciente de que el tiempo pasaba y que iba a perder la oportunidad de trasladarse al por aquel entonces epicentro del arte universal.

Una mañana en la que Manuel, un buen amigo, había acudido a su estudio, Pablo estalló en un nuevo ataque de furia. Después de soltar una palabrota, tiró la paleta al suelo y, con un trapo, deshizo la mancha al óleo con la que estaba construyendo un rostro.

–Vamos, vamos…  –Manuel trató de sosegarle–. Salgamos a dar un paseo por el jardín botánico. Estoy convencido de que te ayudará a relajarte. Y también, por qué no, a descubrir nuevas ideas.

Avanzaron por los caminos de tierra que delimitaban los grandes parterres cubiertos de flores. Al ver que el pintor se tranquilizaba con aquel contacto súbito con la Naturaleza, Manuel bromeó con cambiar su profesión de arquitecto por la de psicólogo. Al comprobar que Pablo no se reía, le preguntó el por qué de su rabieta.                                                            

El artista, sin hablar, señaló una margarita con el tallo doblado. Como Manuel no identificaba el objeto al que se refería su amigo, Pablo se acercó a la flor y pasó su dedo índice por sus pétalos blancos. Era evidente de que no estaban todos; alguna persona o animal se los había arrancado.

–Esta flor debería ser perfecta, lucir todos sus pétalos y un tallo robusto. Pero esta margarita está dañada; ha quedado lejos de su perfección. Y lo mismo pasa con ese árbol –se refería a una araucaria que se alzaba frente a ellos–. Un árbol debería ser grande y robusto, con ramas cuajadas de verdor, pero a este le faltan muchas hojas. ¿Acaso no las ves, desparramadas por el suelo?

Como entendió que Manuel no comprendía a dónde quería llegar, dio un resoplido, giró sobre sus talones y se marchó a su casa sin despedirse de su amigo.                                          

En cuanto entró a su estudio, decidió darle otra oportunidad al cuadro aunque sospechara que iba a llevarse una nueva decepción. Tomó un cuaderno de apuntes, en el que trazó varios bocetos, pero enseguida detuvo su mano porque no sabía cómo continuar. Pero de pronto le vino a la mente el paseo que acababa de dar por el parque y todo lo que allí había visto: árboles sin todas sus hojas y flores con pétalos de menos. En ese momento entendió lo que le estaba pidiendo el lienzo.

Cuando meses después se inauguró la exposición del Museo de Málaga, Pablo no encontraba las palabras con las que presentar su cuadro al jurado. Le correspondió subir a la tarima y se colocó delante de su obra, cubierta por una tela. Al descubrir la pintura, el jurado y el público enmudecieron antes de soltar una cadena de murmullos que se convirtieron en voces altisonantes por parte de algunos de los presentes, que encabezaban la opinión de que aquello era una tremenda chapuza, incluso una burla.

El pintor esperó a que se hiciera un poco de silencio antes de ponerse a hablar:

–Señoras y señores… –carraspeó–. Entiendo su asombro, y por eso les pido que me permitan ofrecerles una explicación: todos ustedes saben que, a comienzos de año, el Museo abrió la convocatoria para que los pintores malagueños que todavía no habíamos expuesto en estas salas, pudiésemos competir a la medalla de oro con uno de nuestros trabajos. Me inscribí, y durante meses probé las más diversas temáticas, sin que ninguna de ellas me convenciera, lo que me llevó a un estado de depresión que me empujaba a abandonar este maravilloso oficio. Gracias a Dios, tengo un buen amigo que logró sacarme del abatimiento. Solo precisé de un paseo por el jardín botánico en el que me di cuenta de que la Naturaleza, aun sin renunciar a sus leyes, es imperfecta. Y eso es lo que he plasmado en esta obra –se volvió para abrir la mano derecha ante el cuadro–: que no hay nada en el mundo que podamos calificar como perfecto o insuperable.

Ningún espectador hizo ni dijo nada. Le miraban con la boca abierta sin imaginarse que aquel muchacho iba a convertirse en un artista universal.

Pablo Picasso no ganó aquella medalla de oro, pero decidió irse por su cuenta a París, en donde tenía previsto presentar de nuevo su obra para volver a probar suerte, sin imaginarse que aquel iba a ser el principio de su nueva vida.