XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

La bruja 

Diana Gómez Moreno, 16 años 

Colegio Altozano (Alicante) 

Era una seca tarde de verano, de esas en que el aire raspa al entrar en los pulmones. Hécate, escondida en un pequeño armario del orfanato, notaba que le ardían las mejillas. 

El ambiente era asfixiante. Iba a quedarse sin oxígeno en cualquier momento, pero lejos de jadear respiró más despacio. Debía mantenerse callada o la encontrarían, y ya no le quedaban fuerzas para correr. 

Oyó acercarse unos pasos desde el fondo del pasillo. Primero un par de pies, luego dos, a continuación tres. Una vocecilla gangosa la llamó desde el otro lado de la puerta:

–Sal, Hécate –cantaba–. Sal a jugar con nosotros…

Hécate pudo imaginar la expresión de malicia de aquel niño cuando continuó:

 –Vamos a quemar a una bruja. Y solo tú puedes hacer ese papel.

A la pequeña se le heló la sangre. 

Las risas crueles del séquito del matón se alejaron pasillo abajo. Transcurridos unos segundos, sumida en la oscuridad del armario, Hécate cerró los ojos y trató de calmarse. 

<<Se han ido>>, pensó. 

Entonces se abrió la puerta de par en par. 

–¡Te encontré!

Todo transcurrió en un momento. Hécate, sorprendida, lanzó una patada con todas sus fuerzas y trató de huir. Pero fue inútil. Recibió un puñetazo en el rostro y lo siguiente que supo es que estaba atada a un árbol, rodeada por las muecas crueles y cargadas de odio del matón y sus dos amigos. 

No era algo nuevo. Sí la lámpara de aceite que portaba el lider.

–¡Maldita! –le escupió uno de ellos.

–Engendro –la insultó otro. 

¬–Limpiaremos la tierra de los sirvientes del diablo –amenazó el cabecilla.

Aunque la llama de la lámpara ardía débilmente, amenazando con apagarse, la joven sintió cómo le quemaba la piel desde lejos.

<<Marcada por el diablo>>... Lo llevaba escuchando toda su vida. Sabía que recién nacida la abandonaron a causa de las marcas en forma de garras en el dorso de sus manos. Ella no lo había elegido, fue un capricho de la Naturaleza. Nunca hizo aquel pacto del que la acusaban. 

–¡No me hagáis daño! –suplicó en aquel momento en que la llama era lo único en lo que podía concentrar sus pensamientos.

Los niños comenzaron a berrear, pero Hécate no les prestó atención porque solo veía fuego. Desconectada de su cuerpo, no percibió que cada vez respiraba más despacio. Calor, calor y más calor... Las marcas de sus manos ardían. El fuego la rodeaba. 

De pronto, los gritos de los matones se transformaron en puro y terrible dolor.

Horas más tarde, ya de noche, el bosque y parte del orfanato seguían ardiendo con fuerza. No quedaba nadie con vida. El único rastro que perduró fueron las huellas de Hécate sobre la ceniza.