I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

La búsqueda del jabalí

Juana Galíndez, 17 años

                 Colegio Ayalde, Lejona (Vizcaya)  

     El día se había despertado nublado, con posibilidad de lluvia y una brisa fresca, a veces incluso incómoda, que amenazaba con dejarles encerrados en casa. A Jacobo eso no le importaba, porque significaba que ni sus padres ni sus tíos tendrían ganas de salir de casa y pasarían el día haciendo esas cosas tan aburridas (“pero tan necesarias,” como decía su madre) que se dejaban para los días así, como arreglar los marcos de los cuadros, poner las farolas del porche que llevaban muertas de risa desde hacía seis meses, etc. Mientras tanto, él y los primos podían emprender otra aventura por los alrededores, y Jacobo pensaba proponer la búsqueda del jabalí. El ‘temido’ y ‘venerado’ jabalí, como decía su hermana Inés, una petarda sabelotodo que dedicaba su existencia a corregir los fallos gramaticales de los demás (especialmente los de Jacobo) y a devorar libros, que posteriormente citaba con un aire de merecida superioridad.

     Después del desayuno, corrió a la casa de al lado, de los primos Lámbarri, que no sólo estaban desayunados sino que ya estaban todos, los cinco, sentados ordenadamente en el sofá viendo la televisión. Eran cuatro chicos y una chica, aunque ésta podría hacerse pasar por un chico. En el colegio le llamaban Vicky la Intrépida, y las monjas la reñían diciendo que se lanzaba a las cosas sin ‘premeditación’..., y por eso sus padres la hicieron portera del equipo de fútbol, formado enteramente por chicos. Jacobo la veía siempre como una más en el grupo de primos, y como acompañante imprescindible en todas sus cruzadas. El hermano mayor tenía diecisiete años, y hacía un plan más de padres que de niños, tomando parte en las tertulias de la tarde o estudiando para su examen de geografía de después de las vacaciones. El siguiente era Mateo, un líder nato, siempre a la cabeza de todo y de todos. En el grupo de los primos era el cabecilla indiscutible, puesto que era el mayor, y Jacobo le admiraba porque era el único en el grupo al que respetaba Inés y el que lograba hacerla callar. A Mateo le seguía Vicky, a la que ya hemos mencionado, y que tenía la edad de Jacobo, lo cual aumentaba su complicidad. Después venía Pablo, un chico que según el padre de Jacobo “estaba todo el día en las nubes”, ya que era muy introvertido y soñador, y apenas hablaba. Finalmente estaba Alfonso, el benjamín del grupo, con cinco años, que siempre intentaba mantener el compás de los demás y no soportaba que le dejaran aparte o que le recordaran, de cualquier forma, que era el pequeño. A Jacobo le gustaba mucho su ‘equipo de primos’, estaban todos muy unidos y se llevaban siempre entre uno y el siguiente exactamente dos años: Mateo tenía once, Jacobo y Vicky nueve, Pablo siete y Alfonso cinco. La excepción a la regla tenía que ser, por supuesto, Inés, que tenía diez.

     La idea de ir en busca del jabalí la había sugerido el padre de los Lámbarri, el tío Sebas, cazador nato y cuenta-cuentos ‘extraordinaire’. Jacobo sentía admiración por el tío Sebas... Sin ir más lejos, en el colegio había escrito una redacción sobre cómo a él le gustaría de mayor ser su tío Sebas. En realidad era un hombre bastante radical y protestón, aunque muy inteligente, bromista y entregado a su mayor afición: la caza. Para el tío Sebas, cualquier hombre que estuviese en el gobierno y que mantuviera un puesto de responsabilidad era un ‘inútil’, ‘ignorante’ e ‘insoportable’. Si reunía estas tres características (casi siempre lo hacían), se convertía en un ‘fusilable’. Además, lo que más le podía divertir era bromear con los ‘pequeños inocentes’, en referencia al grupo de los primos, a quienes contaba historias extraordinarias poco probables y les mandaba a la búsqueda de cosas inexistentes.

     Total que el tío Sebas les había contado una historia sobre unas huellas de jabalí que habían aparecido alrededor de la casa, y Jacobo ya había comenzado a idear una ruta para la caza de semejante bestia. Se lo había comentado primero a Vicky y luego a Mateo, porque sin su aprobación no podría hacer nada. Ambos se habían mostrado de acuerdo y habían quedado en iniciar la búsqueda después de comer. Cuando llegó la hora, se juntaron (menos Alfonso, que estaba con décimas) en el porche, todos con sus botos puestos, a la espera de las órdenes de Mateo. “Vamos a bajar por el cortafuegos hasta el río, y lo vamos a atravesar hasta llegar al alcornocal, que es donde dice mi padre que ha visto las huellas del jabalí. Nos armaremos con los palos gordos que hay a los lados del cortafuegos. Si alguien ve algo peligroso, ¡que lo atice!” gritó Mateo. Después vinieron los gritos de guerra : “¡A por el jabalí!”, ¡Bien!” y “¡Hurra!”.

     El cortafuegos que bajaba al río era una cuesta con mucha pendiente. Como era primavera, y aunque la tierra estaba muy seca, tenía muchos hierbajos por el medio, y a los lados grandes plantas en flor. La más espectacular era, sin duda, la jara: esa flor blanca, con el centro morado y amarillo, que era tan frágil y tan bonita. Aun así, Jacobo la había cogido un poco de asco porque Inés decía que se parecía a ella. Con cada pisotón fuerte que pegaba la tropa, se levantaba una polvareda que disminuía la visibilidad, y eran frecuentes los tropezones con las raíces traicioneras que brotaban de la tierra. Al frente iban Mateo y Jacobo, el primero dando órdenes y éste último pegando con el palo a diestra y siniestra, por si acaso se atrevía algún animalito a asomar la cabeza. Siguieron bajando hasta llegar a una bifurcación, donde debían tomar el camino de la derecha. Tuvieron algunas dificultades para pasar por el caminito del río debido a las zarzas, e incluso hubo un momento en el que pareció que se iba a suspender la misión, puesto que ni Inés ni Pablo querían seguir adelante. Pero gracias a la perseverancia de Jacobo y las estrictas órdenes de Mateo, consiguieron atravesar las zarzas y llegar al río. Jacobo se empezaba a desesperar, buscando entre los matorrales alguna huella que le sirviese de pista para encontrar a su presa. Mientras tanto, Inés se paró a contemplar el paisaje. Se encontraban en medio de un bosque, rodeados de matorrales y de altos alcornoques y eucaliptos; les circundaba un silencio sepulcral interrumpido de vez en cuando por el chirrido de los pájaros o por las quejas espontáneas de Pablo. A lo lejos se oía también el sonido del agua fluyendo.

     “¡Venid aquí! Creo que estamos muy cerca del río”, les gritó Inés. “¡Venga, venid!”

     Pablo le siguió con curiosidad por el camino de hierbas altas y de matorrales, hasta que prácticamente se perdieron de vista. Vicky, consternada, les siguió. Jacobo no quería desviarse.

     “Pero, ¡si hemos venido a por el jabalí!”

     Pero viendo que el jefe de la expedición, Mateo, también había dejado sus cosas para acompañarles, se dio por vencido y les siguió a regañadientes. Cuando por fin salió de ese estrecho camino, con rasguños en las piernas y en la boca una queja a punto de salir, se encontró con un panorama inaudito. Habían llegado a una zona del río que se encauzaba entre rocas para luego proseguir su trayecto a través de unas cascadas de agua. Era un lugar precioso. Inés estaba encima de una roca asomada al agua, mientras Pablo observaba a una lagartija que subía por la piedra. Vicky pisaba el musgo con cuidado, y Mateo ya se había situado encima de la cascada.

     Todo pasó muy rápido. Mateo iba a bajar donde Inés cuando, de reojo, vio como Vicky se resbalaba con el musgo y se caía de cabeza a la laguna. Mateo no podía de la risa, pero Inés le miraba consternada. Como no salía a flote, empezó a gritar. “¡Que se ahoga!”, y Jacobo miró a la laguna con actitud expectante.

     Segundos más tarde apareció Vicky con el pelo empapado y cara de susto. “¡Qué frío!” Jacobo soltó una carcajada de alivio mientras Mateo le ayudaba a salir. “¿Qué te ha pasado?” le preguntó, “¡Has aguantado bajo el agua mucho tiempo!” Cuando Vicky iba a comenzar a explicárselo, sonó un grito al otro lado de la laguna. Era Pablo, que se había quedado al otro lado observando y que ahora señalaba con el dedo hacia un matorral mientras, con la otra mano, les hacía gestos para que estuviesen callados.

     ¿Qué era lo que les intentaba decir? Jacobo miró hacia donde les señalaba. Algo se movía; un animal parduzco que hacía ruidos raros. “¡Una perdiz!”, gritó Mateo. “¡Chst!”, le riñó Inés. Vieron como Pablo se acercaba poco a poco por detrás del matorral mientras que Mateo iba por delante. Fueron momentos de tensión y de silencio en el que sólo se oía, de vez en cuando, a la perdiz, ignorante víctima de aquellos jóvenes depredadores. A todos les sorprendió cuando Pablo, el pacífico y soñador, se lanzó encima de ella y gritó triunfante “¡La he cogido! ¡He sido yo! ¡La he cogido!”, para reírse después.

     “Habrá que enseñársela a papá” dijo Vicky, a lo que los demás asintieron. “No, no, pobre perdiz, déjala ir” se lamentó Inés. Jacobo comenzó a decirle que era una nenazas, una floja y una petarda, y que no acababa de entender por qué narices había venido. Pero los primos le mandaron callar. “Llevamos demasiado tiempo aquí. Ya tenemos lo que queremos, vayámonos,” ordenó Mateo. Los demás le siguieron hasta el camino de las zarzas, pero Jacobo se quedó atrás. “¿Y el jabalí?” preguntó herido en el ánimo. “Habíamos venido a por él”. “Déjate de jabalíes, tenemos una perdiz, que es mucho más de lo que esperábamos encontrar” le contestó Mateo. Contra la autoridad no se discute, Jacobo se recordó a sí mismo, así que se dispuso a caminar detrás del grupo, decepcionado por no haber logrado su objetivo de cazar un jabalí. Estuvo pensando en ello durante toda la vuelta, por el camino de las zarzas y también por la subida del cortafuegos. En medio de sus lamentaciones algo llamó su atención: la huella de un animal entre las jaras. Viendo que los demás estaban demasiado lejos, se aproximó él solo para ver de qué se trataba. Cuál fue su alegría cuando comprobó que era una pezuña como las que describía el tío en las tertulias de la sobremesa. La tierra estaba un poco húmeda, así que el jabalí no se encontraría muy lejos. Pero cuando iba a desviarse del cortafuegos, recapacitó. Era tarde, los demás estaban mucho más adelante y no iba a buscar al jabalí él solo. Mejor esperar hasta el día siguiente. Esa noche podría convencerles de que lo que había visto era verdad. “Sí,” pensó, “esa idea me gusta más.” Y siguió su camino hasta alcanzar a sus primos.