XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

La cacería 

Natalia Solans, 14 años

Colegio La Vall (Barcelona)

El lobo pasó el hocico por un arbusto. Nada… Ni siquiera el rastro de un ratón. 

Estaba pasando un tiempo difícil desde que se separó de la manada. La comida era escasa y él solo no podía atacar a las presas más grandes, pues no era lo bastante fuerte. Por si fuera poco, el invierno había llegado de forma intempestiva.

Iba de un lado a otro con pasos suaves, para no llamar la atención de sus posibles presas. Como apenas pesaba a causa de la falta de alimentación, sus huellas eran imperceptibles en la nieve.

Levantó la cabeza, plantó las orejas, e intentó escuchar a algún roedor desenterrando brotes en la superficie blanca. Pero bajó la cabeza, derrotado. Entonces captó un movimiento por el rabillo del ojo. Un pelaje gris se movía entre las ramas de un arbusto. Los huesos del lobo crujieron cuando adoptó la postura de caza, preparado para atrapar al animal oculto. Sigilosamente avanzó hasta llegar al borde de un claro, donde se escondió a observar.

Aquel pelaje era de una loba, extremadamente delgada, como él. Parecía ocupada. A la nariz del lobo llegó un tierno olor a conejo que le hizo la boca agua. Sin poder contenerse, saltó sobre los lomos de la loba. Ella, sorprendida pero no asustada, se tiró al suelo y enseguida brincó para aplastarle, pero el macho se libró con facilidad. La loba utilizó las garras delanteras para arañarle en la blanda barriga. Pero él la desplazó contra el matorral ayudándose de las patas traseras.

Con ira en la mirada, la loba volvió a retarle, esta vez con las fauces abiertas. Lo derrumbó. Al advertir que tenía la garganta desprotegida, le clavó los colmillos. 

El lobo supo que estaba acabado. Cada gota de sangre que perdía era una gota de vida que lo abandonaba. Clavó los ojos en la de la loba, que resollaba por el esfuerzo. Ella le sostuvo la mirada, impasible, hasta que expulsó su último aliento. La nieve, mientras tanto, enfriaba su cuerpo.