XXI Edición
Curso 2024 - 2025
La casa abandonada
Adriana Oto, 14 años
Colegio María Teresa (Madrid)
Cerca de la Navidad, la escarcha cubría la hierba y en muchas casas parpadeaban guirnaldas de luces de colores. En su paseo mañanero, Paula caminaba con las manos en los bolsillos. Al respirar, su aliento formaba nubes de vaho.
Por el camino que había tomado, a la salida de su pequeña cuidad se encontraba con una casa solitaria, abandonada por sus propietarios antes de que Paula naciera. Algunas de sus ventanas estaban tapadas con tablones, el tejado se veía medio en ruinas y el jardín se encontraba envuelto en zarzas y otros matojos. Los pocos cristales que le quedaban en las ventanas estaban rotos, y la verja que rodeaba la finca hacía tiempo que pedía una mano de pintura que cubriera el óxido.
Desde pequeña, Paula recelaba de aquel edificio, que se alzaba fantasmagórico en cuanto apuntaba el atardecer y los días de niebla y lluvia. En cuanto la chica veía sus muros a través del entramado que formaban las ramas desnudas de unos chopos, aceleraba el paso con los ojos clavados en el camino. Pero aquella mañana sintió como si una mano invisible le empujara hasta la cancela de hierro que, para su sorpresa, no tenía la cadena ni el candado que normalmente mantenía el lugar cerrado a los curiosos.
Pasó la verja y fue avanzando por un camino tapizado de hojas muertas. Tuvo la sensación de que allí hacía menos frío. Subió unos escalones de piedra y se plantó ante la puerta principal, que tenía el pomo oxidado. Paula empujó una de las hojas y entró con precaución. El recibidor pareció iluminarse con sus primeros pasos. Había agujeros en el suelo de madera, causados por el tiempo y la falta de mantenimiento. Justo enfrente había una ancha escalera que subía a los pisos superiores. En el primer rellano, una figura humana como una sombra, miró a Paula, retándola a que siguiera aventurándose, pero la muchacha, asustada, dio media vuelta y corrió hacia la cancela del jardín.
Cuando superó la verja que rodeaba la casa, Paula se detuvo y, al darse la media vuelta, se encontró con que la casa lucía nueva, sin rastro de decrepitud. De hecho, todas las casas de aquella zona de la ciudad habían cambiado. Había gente que iba y venía en distendidas conversaciones.
Paula decidió correr a su casa. Desde cierta distancia cayó en la cuenta de que no se trataba del edificio azul en el que vivía, sino una casa pintada de marrón en la que un cartel anunciaba: “La Taberna de Pedro”. La chica se sentía muy confundida.
Con cautela se acerco a la taberna. Al abrir la puerta, la recibió un tintineo de campanillas. El ambiente era cálido, iluminado por el fuego de una chimenea que estaba rodeada de mesas de madera en las que estaban sentados unos cuantos comensales, todos ellos vestidos con trajes antiguos.
El cantinero, un hombre de mediana edad y barba recortada, le clavó los ojos desde detrás de la barra. Paula se sintió incómoda.
—¿Estás bien, joven? —le preguntó con voz profunda, en un tono amable.
Paula asintió. No sabía por dónde empezar a preguntar acerca de lo que estaba viviendo. En ese instante, un cliente de pelo largo que se encontraba en una de las mesas cercanas, se levantó y se aproximó a ella. Llevaba una capucha gris con la que apenas se podía observar su cara.
—No es habitual encontrar a alguien con esa vestimenta por aquí —le dijo, señalando el abrigo moderno de la niña.
Paula descubrió que su ropa no se parecía en nada a la que llevaban los demás.
—Deberías volver—le sugirió el hombre mientras se alejaba—Este no es lugar para ti.
—Eso quisiera –habló con resolución–. Pero, ¿cómo podría volver?
—Tal como has venido.
Paula salió de la taberna y echó una carrera hasta la verja oxidada. Al entrar en el jardín, las hojas de otoño ya no cubrían el suelo y sintió frío. Se acercó a la puerta y, con una mezcla de curiosidad y temor, la abrió.
La oscuridad seguía envolviéndolo todo, pero esta vez no había ninguna figura en el rellano de las escaleras. En un instante, todo volvió a su lugar. La estancia se veía vieja y desmoronada, pero no había nada extraño.
Con un suspiro de alivio, Paula salió cerrando la puerta tras de sí. Al darse la vuelta, comprobó que todo continuaba como hacía un rato: los edificios conocidos, las luces navideñas en las ventanas, los vecinos que caminaban de acá para allá. Un aire frío volvió a envolverla y sin decir palabra continuó su camino, feliz de que todo hubiera vuelto a su cauce.