III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

La chica del gorro rojo

María García Casas, 17 años

                Colegio Senara (Madrid)  

      Era una mañana fría. El otoño se abría camino en una ciudad inabarcable que, a la fuerza, se había convertido en mi nuevo hogar. Sara, mi compañera de trabajo, llevaba unos leotardos a rayas de colores, una falda y un jersey negros y un gorro rojo. Ella, al contrario que yo, estaba acostumbrada a este tiempo.

      Quedamos en una boca de metro cercana a la Castellana y comenzó a explicarme las condiciones de esta nueva vida que con escasos veinte años iniciaba. “Para empezar, consíguete un abrigo; vamos a estar mucho tiempo en la calle. ¿Has traído tu material?”

Lo que intentábamos suponía una novedosa manera de trabajar en la calle. No cantábamos en un paso subterráneo ni limpiábamos los parabrisas de los coches… Hacíamos malabares en los pasos de cebra.

      Sara agitaba sus cariocas mientras bailaba. Yo me limitaba a hacer los juegos malabares que me había enseñado. No parecíamos tener mucho futuro, pero Sara confiaba en este proyecto y ¿cómo iba a decirle que no?, precisamente a ella que había conseguido sacarme del hoyo en el que llevaba casi un año, desde que abandoné a mi familia y a mis amigos, cogí un tren y aparecí en Madrid. Las malas compañías que encontré y el deseo de abandonar el mundo de cristal en el que vivía, me llevaron hasta un mundo marginal del que resulta muy difícil salir. Pero ella lo logró rescatarme.

      Después de pasar en la calle todo el día, conseguimos casi setenta euros. Estaba muy contento. Por primera vez, después de meses de pasividad, recuperé la ilusión y en mi mente apareció la imagen de una suculenta cena. Me sentí tan excitado que le transmití mi idea a Sara:

      -Nos tomaremos una enorme hamburguesa y después nos vamos de copas. Esta vez nos lo hemos ganado.

      -¿Qué estás diciendo, Juan? Nos lo repartimos a partes iguales. Haz lo que quieras con el dinero, pero después no me pidas préstamos.

      -Pero un día es un día...

      -¿Sabes lo que creo? Eres un niñato de una familia con dinero que un día diste un portazo y decidiste salir de la burbuja. Pero esto es el mundo real y yo jamás he tenido la oportunidad de malgastar dinero, porque nunca he sabido si mañana comeré. Pensaba que un año en la calle te habría marcado, pero veo que para cambiarte hace falta mucho más que una jornada de malabares.

      Me dio la parte que me correspondía y se fue. Mi orgullo me impedía ir tras ella, así que me dediqué a deambular por las calles y a pensar por fin qué estaba haciendo, qué quería conseguir con este papel que estaba representando. Y repentinamente volví a la realidad. Era un insensato y un egoísta. Mi comportamiento infantil había llegado demasiado lejos: lo que comenzó como una pequeña aventura para probarme a mi mismo, estaba destruyendo mi vida y a mi familia. ¡Cuánto tiempo hacía que no pensaba en ellos!

      Me acerqué a una cabina de teléfono y llamé a casa. Mi madre se echó a llorar y yo con ella. Sin pretenderlo, había levantado esa capa de indiferencia que me había convertido en un cobarde y mis sentimientos afloraron. Me sentía indigno de que mi madre sufriera por mí. Y se lo prometí: al día siguiente volvería con ellos.

      Eché a correr hasta la “casa” de Sara. Se lo expliqué todo. Le debía tanto que no me sentía capaz de largarme y dejarla sola. Pero fue ella quien, al amanecer, me acompañó a la estación para despedirme, orgullosa del paso que estaba a punto de dar.

      El tren con destino Barcelona avanzaba lentamente. La chica del gorro rojo que me despedía con la mano se hacía cada vez más pequeña. Estaba resuelto a solucionar mi vida. En cuanto estuviera preparado, volvería a por ella.