XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

La Ciudadela de Marfil 

Nacho Barrón, 14 años 

Colegio El Prado (Madrid) 

En un valle profundo, como protección de las bocas de entrada y salida de una mina de metales preciosos, se alzaba una imponente muralla blanca. Sobre ella se asomaban las almenas de un castillo, fortaleza para los asedios contra aquel asentamiento minero. Al lugar lo llamaban la Ciudadela de Marfil, pues cada uno de sus edificios estaba construido con bloques de piedra caliza. Pero la felicidad de la que deberían disfrutar sus habitantes estaba ensombrecida por la codicia de los pueblos vecinos, que desde hacía cientos de años pretendían adueñarse de aquel manantial de riquezas, sometiéndolo a un asalto constante de guerras y guerrillas ante el que la Ciudadela de Marfil resistía.

Mas el día que los habitantes celebraban el segundo milenio del enclave, se presentaron los ejércitos de un pueblo guerrero del Este con un arma nueva, que escupía bolas candentes de plomo. En menos de dos horas lograron asediar la Ciudadela, impidiendo que los carromatos que habían salido a vender el mineral pudiesen entrar en la villa. Los soldados, que disparaban sus saetas desde lo alto de la muralla, vieron horrorizados como caían familiares, amigos y vecinos, y sus carros eran saqueados. Los defensores precisaban las órdenes del Caudillo para dirigir la defensa, pero este permanecía mudo.

Los víveres comenzaron a escasear a la velocidad de una mecha encendida. Las bolas de plomo habían derrumbado partes de la muralla nacarada y había cundido el miedo por el pueblo minero. Entonces, al fin, el caudillo alzó su voz:

–Hermanos de armas, los enemigos han comenzado a adentrarse en nuestras tierras. Si nos quedamos impasibles, moriremos. Luchemos con fiereza, entonces, aunque solo sea para permanecer en el oscuro recuerdo de nuestros asediantes. Mantengamos viva la memoria de nuestra tierra, de nuestro hogar. Alzad a las armas. ¡Luchemos por la Ciudadela de Marfil! 

Los vítores taparon el seco impacto de los cañonazos, y todos los supervivientes cogieron un arma del depósito para dar comienzo a una encarnizada batalla. La sangre bañó el frente y las mujeres comenzaron a amontonar los cadáveres de sus padres y maridos. Los enemigos superaban en número a los soldados de la Ciudadela, que tampoco podían hacer frente a su tecnología guerrera. 

No quedó ni un solo vecino con vida. Los que no murieron en la batalla, fueron ajusticiados a sangre fría después de ver como ardían sus viviendas. Al caudillo, herido de muerte en el suelo, le permitieron observar cómo se desvanecía la gloria de su pueblo, hasta que expulsó su último aliento.

Pese a el fatídico final, los soldados de la Ciudadela habían cumplido su propósito: por muchos que hubiesen perecido, por más que la bandera y el blasón de las minas hubiesen sido pasto de las llamas, su gloria sería recordada hasta el fin de los tiempos. La muralla blanca, además, continuó imponente, coronando las leyendas que se narraban junto a las chimeneas de la región.