XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

La Compañía del Sueño 

Pedro Gabriel Alonso, 15 años

Colegio Stella Maris La Gavia (Madrid)

En un pueblo de la provincia de Ávila, el silencio empapaba las esquinas de cada calle, cubría las hojas otoñales que tapizaban el suelo, se deslizaba por los tejados y se colaba entre los adoquines de las aceras… hasta que salió el sol. A partir de entonces, las carreras y las risas de los niños, las confidencias entre las mujeres y los saludos de los pastores que conducían el ganado desde las cuadras a los pastos comunales, se llevaron la quietud nocturna. De repente, un sinfín de carretas coloridas se adentró en el pueblo por las calles que accedían al corazón de la localidad, tiradas por caballos y mulas, acompañadas de una lenta y estrambótica melodía. Se instalaron con rapidez en la plaza porticada, dejando un largo pasillo libre. Por él cruzó un hombre de cuerpo espigado que bailoteaba con elegancia al tiempo que, divertido, bamboleaba su chistera de derecha a izquierda como si fuera a caérsele al suelo.

Ante la molesta algarabía, el alcalde se asomó indignado al balcón del ayuntamiento. Al verlo aparecer, el misterioso hombre exclamó con una reverencia:

–¡Buenos días, buenas tardes y buenas noches, señor alcalde! Mi nombre es Sueño… Vengo desde muy lejos para presentarle a mi Compañía del Sueño.

El regidor, tomándolo por loco, bajó a la plaza con la intención de echarle del municipio. Sin embargo, grande fue la sorpresa que se llevaron los vecinos al observar cómo Sueño le susurraba unas palabras al oído, que provocaron que ambos se retiraran al interior de la casa consistorial.

No tardó en expandirse la noticia de la llegada de los artistas, que colocaron cartelitos en los muros y contaron a viva voz el anuncio de un espectáculo, que tendría lugar aquella noche en la era. Muchos de los habitantes, movidos por la curiosidad, compraron una entrada.

Cuando llegó la noche, los espectadores se sentaron en el interior de una carpa que la Compañía había montado en la explanada de la trilla. Cientos de personas cubrieron todas y cada una de las localidades.

“El Gran Acto”, como titulaban los carteles, fue un espectáculo completo. Comenzó con la actuación de unos gimnastas, que se balancearon en unos columpios que colgaban de la altura. Luego pasaron a la pista una serie de personas con habilidades nunca vistas en aquellos pagos: unos traían varas alargadas que se llevaban a los labios para escupir llamaradas de fuego; otros se introdujeron por la boca de unos cañones colocados en ambas esquinas de la carpa, listos para volar como balas y caer con elegancia sobre la pista, veinte o treinta metros más allá; los hubo que se pasearon elevados sobre zancos. Más tarde aparecieron las bestias, animales de todas las especies, obligadas por sus domadores a danzar y corretear subidas unas a los lomos de las otras, hasta formar una cadeneta. 

Fue un espectáculo grandioso, en el que cada cual cumplía su papel en el momento y lugar indicado, mas a medida que se sucedían los números, el público iba teniendo más y más sueño. Así fueron cayendo redondos, vecino tras vecino, desde el alcalde hasta el último de los niños.

Cuando despertaron había salido el sol. Reinó la confusión, pues se encontraban tumbados en la era de forma desordenada, como los cuerpos de los soldados tras una batalla. Sus miembros, entumecidos por el frío matutino, recuperaron la sensibilidad a medida que se iban levantando, llenos de desconcierto, pues la carpa, el director, los artistas, los animales, las carretas y cada uno de los bártulos habían desaparecido. Daba la sensación de que sufrían una alucinación, como si aquellos extraños artistas nunca hubiesen existido. Carteras, bolsos y todo tipo de objetos de valor se habían volatilizado durante las horas de sueño.