VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

La diva

José María Jiménez Vacas, 14 años

                  Colegio El Prado (Madrid)  

Se sentó en su tocador y, frente a ella, encontró un pequeño espejo. Contempló con melancolía su rostro, antes bello y delicado, ahora marchito, y acarició con sus dedos las arrugas de su cara para constatar que era cierto lo que veía. Diez años es mucho tiempo, pensó, pero más para una actriz.

Sus intensos ojos claros se inundaron de tristeza, y una lágrima resbaló por su mejilla hasta encontrar sus labios. Sonrió amargamente. Era el sabor de la fatalidad, del implacable destino.

Una vez, muchos años atrás, más de los que le hubiera gustado reconocer, fue la favorita del público, la niña mimada de la crítica. Lady Macbeth, Salomé, Anna Karenina… Todas fueron suyas. Todavía resonaban en su cabeza los ecos de los atronadores aplausos que cosechaba en cada uno de los mejores teatros del mundo. De Nueva York a París, de Londres a Tokio. “El mundo a sus pies”, titulaban los periódicos de la época. “De la gloria al olvido en un puñado de años”, era el titular que ahora ella, irónica, imaginaba.

Una cosa estaba clara: no permitiría que esas ovaciones que aún rememoraba se apagaran con el paso del tiempo. Eran su refugio, su modo de vengarse del olvido del público.

Visiblemente afectada pero con la serenidad que siempre la caracterizó, extrajo de su ajado bolso un pequeño revólver. Pasó su mano sobre él y se estremeció al sentir el frío metal del arma. Fue entonces cunado llamaron a su puerta, despertándola de su ensoñación.

-Todo está listo, Madame Duchamps. La función empieza en cinco minutos.

-Y el auditorio – se apresuró a preguntar.

-No cabe un alfiler. Todos la esperan.

La actriz sonrió e inclinó con amaneramiento su cabeza, en señal de gratitud. Esperó a que aquel hombre se alejara por el pasillo y recogió de la mesa el guión de la obra. Buscó con avidez, entre sus páginas, la escena cumbre: su personaje, una dama rota por un desamor, disparaba en su sien y ponía fin a la historia. La secuencia parecía escrita para ella; solo que su desamor no era por un hombre – nunca le interesaron los hombres– sino por su público, el mismo que tanto la idolatró y que tanto la despreció.

Antes de abandonar su camerino, fijó la atención en el cartel promocional del espectáculo, que colgaba de una de las paredes. Bajo el título, una frase rezaba: “Contemplen la resurrección de Madame Duchamps”. Y así era, había regresado, pero no para quedarse.

-Adiós –susurró–. Estoy preparada para mi última función –y con gesto de diva, lanzó un beso a su propia imagen, reflejada en el pequeño espejo del tocador. Una espléndida sonrisa iluminó su cara y volvió a sentir el fuego de su juventud, los nervios del estreno.

Nadie, ni siquiera sus compañeros, se percataron de que el arma que se disponía emplear no era ella misma que la usada en los ensayos. Y llegó entonces la escena final. Madame Duchamps sobre el escenario, los espectadores extasiados por su interpretación, las luces de las candilejas iluminando la majestuosa figura de la intérprete... Paladeó con gusto cada frase del guión, se recreó en cada movimiento; ella, sólo ella, era de nuevo la favorita del público. Lo había recuperado y ya no lo perdería.

-Si supierais cuánto os he amado… –murmuró emocionada.

Y disparó en su sien.

Poco importó la reacción de horror de los actores que la rodeaban. El público, en pie, aplaudió con pasión tan desgarradora escena.