III Edición
Curso 2006 - 2007
La esperanza de Carolina
Rocío Pellejero, 14 años
Colegio Canigó (Barcelona)
Se dirigió a la casa donde habitaban su nuera y su nieta. La niña, como de costumbre, estaba sentada frente al piano, tocando y cantando una dulce canción que hizo que los ojos del abuelo se empañaran de lágrimas. En el suelo, sobre la vieja y descolorida alfombra, había media docena de niños que miraban las manos de la niña, que se movían con una rapidez sorprendente.
Cuando acabó, aplaudieron antes de salir por la puerta dando las gracias.
-¡Abuelo, abuelo!-la se le lanzó a los brazos.
El abuelo murmuró unas palabras al oído de la madre.
-Carolina, vete a jugar -ordenó a la niña. La pequeña salió de la estancia.
-Tengo los resultados -anunció el hombre.
-¿Qué tiene?- preguntó.
-Un tumor -contestó.
-¿Morirá? –a la mujer le tembló la voz.
El abuelo no contestó.
Al cabo de dos meses, el abuelo se instaló en la casa. Su nieta empeoraba y no le bastaba con ir cada día a visitarla.
Trasladaron el piano a la habitación de la niña, para que no tuviera que desplazarse al salón. Eso sí, tuvieron que despedir a los oyentes de su música, a los niños.
El médico vino un día a casa.
-Traigo nuevas esperanzas –anunció-. Su hija se puede salvar, aunque sólo si se somete a una costosa operación.
La madre y su suegro discutieron sobre el caso.
-No tenemos dinero -planteó ella.
-Pero lo haremos. Venderé mi casa; haré todo lo necesario para salvar a mi nieta.
A la mañana siguiente, el anciano se dirigió a la habitación de la niña.
-Carolina –le saludó.
-Hola, abuelo -contestó su nieta.
-Yo… Tengo que contar te algo… -vaciló ante aquellos ojos verdes, tan pálidos desde que comenzara la enfermedad.
-No hace falta, abuelo. Lo sé todo.
-¿Todo?
-Sé que estoy enferma, que tal vez no me salve.
¡Qué entereza en una niña de tan solo diez años!
El anciano y la niña se abrazaron y lloraron juntos. Se necesitaban.
-Te operarán -le explicó el abuelo.
La niña asintió en silencio.
Llevaron a Carolina al hospital. El suegro y la nuera soportaron más de cinco horas de angustiosa espera. La madre lloraba en silencio, aferrada al asa de su gran bolso. A su lado, una anciana intentaba consolarla. El abuelo tenía las manos cruzadas sobre las rodillas y murmuraba una oración tras otra. Al cabo de lo que para ellos fue una eternidad, uno de los médicos salió del quirófano.
-¡Un éxito! -repetía como si no acabara de creérselo.
Al cabo de unas semanas, Carolina volvió a casa y de nuevo tocó el piano. Poco después, llamaron a la puerta. Eran los niños.
-Adelante -el anciano les dejó entrar.