XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

La estación fantasma 

Pablo Seguín, 14 Años

Colegio María Teresa (Madrid)

Cuando el reloj marcó la una de la mañana, Diego salió de la discoteca y se fue andando hacia su casa. De camino, se percató de que había una luz a su espalda. Al volverse vislumbró la figura de una niña, de la que emanaba aquel resplandor. 

—¿Quién eres?

—Amanda —respondió con una voz dulce.

—¿Cómo haces para brillar? —preguntó Diego asombrado.

La niña se echó a reír y rompió a correr, adentrándose en un estrecho callejón.

—¡Eh! –le llamó el joven–. ¿A dónde vas?

Decidió seguirla. 

La pequeña continuó su carrera por las calles, hasta que llegaron a una plaza en la que había una estación de metro. Diego la encontró sentada en las escaleras.

—¿Te gustan las aventuras? —le preguntó Amanda con una sonrisa cuajada de luz.

—Pues claro. ¿Por qué me lo preguntas? 

—Porque se avecina una buena.

En un instante se puso de nuevo en pie y bajó los escalones.

—No puedes entrar al metro, está cerrado a estas horas —le advirtió Diego. 

—Yo sí —respondió entre risitas.

El muchacho se sorprendió al comprobar que él también había sido capaz de traspasar la verja que protegía la puerta de entrada. Llegaron al andén. Cuando Diego se le acercó, ella se tiró a las vías, en donde comenzó a jugar haciendo equilibrios.

—¿Qué haces? Sal de ahí.

Enfadado, Diego también saltó a las vías. Al incorporarse, descubrió que Amanda había echado a correr por el túnel. 

—Oye, Amanda –se puso las manos alrededor de la boca, para proyectar su voz–. Me estoy dejando llevar por esta peligrosa aventura más de la cuenta. Al menos, cuéntame a dónde vamos y por qué brillas.

Lo único que el joven recibió como respuesta, fue el silencio. Así, continuó a la zaga de la niña. Una vez en la oscuridad del túnel, Amanda se aproximó hacia él. Costaba distinguirla entre la luz que producía.

—Estaría bien descansar un rato —comentó como si se sintiera fatigada.

Creció un intenso sonido chirriante y una sombra de la que también manaban dos focos intensos. Diego intentó tomar a la niña en brazos cuando una locomotora se le echó encima.

—Me alegro de verte despierto.  ¿Te encuentras bien? —escuchó Diego una voz desconocida.

Se descubrió tumbado en una cama, con un montón de cables atados en su cabeza. Le dolía todo el cuerpo, pero no tenía un solo rasguño.

—¿Cómo he llegado aquí?

—Hace una semana te encontraron tirado en la calle, inconsciente. Soy la doctora Hernández, la encargada de que te pongas bien. Vas a tener que quedarte aquí una temporada. ¿Me podrías contar qué te pasó?

Diego le relató su historia al detalle. A medida que hablaba, la expresión de la doctora pasó del interés a preocupación.

—Pero… esa estación de metro no existe —le dijo–. Tal vez bebiste mucho aquella noche, y la niña luminosa, el túnel… no fueron reales.

El muchacho se quedó solo en la habitación. De pronto escuchó una risita que se le hizo familiar desde fuera del edificio. Diego se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Amanda, que le miraba con una sonrisa pícara desde el jardín del hospital, le guiñó un ojo.