XV Edición
Curso 2018 - 2019
La final
Alfonso Martínez Gayá, 15 años
Colegio El Prado (Madrid)
Por fin había llegado la gran final del torneo “Conde Jackson”, de las Palmas. No se trataba de una competición de tenis como tantas que Alejandro ya había ganado: era la competición, la única copa “amateur” que le faltaba en su vitrina. Después de mucho esfuerzo lo había conseguido, de tal manera que toda su carrera como tenista iba a depender de ese partido. Pero su rival no era cualquiera: Arturo Díaz tenía gran significado para su oponente.
Se conocían desde los diez años, cuando ambos ya estaban compitiendo. A raíz de aquel partido que se llevó Alejandro, arraigó en ellos una gran amistad. Continuaron compitiendo, pero Arturo nunca consiguió ganarle, a pesar de que en cada punto, en cada juego, en cada set se dejaba la piel. En esta ocasión no iba a ser menos. La final significaba tanto para Alejandro que no podía permitirse un solo fallo.
Apenas faltaban unos minutos para que saliera al campo. Alejandro estaba muy nervioso; nunca había sentido tanta inquietud. Entonces recordó un truco que le enseñó su padre: cogió una toalla, la mojó en agua caliente y, a continuación, se la puso al cuello para aliviar las tensiones.
De dos en dos subió los escalones hacia la pista entre los aplausos del público. El sol caía a fuego sobre la piedra, pero el calor no iba a pararle. Saludó a su contrincante y se dirigió hacia su posición.
A una señal del árbitro comenzó la final. Golpe a golpe fue contrarrestando los de Arturo. Ganó el primer set y recordó que su amigo era notablemente mejor tenista que él. Fue su primer error, pues dudó de sus posibilidades. A partir de entonces empezó a perder los primeros puntos, uno tras otro.
Después de un buen rato, el marcador señalaba la misma puntuación para ambos. Un último saque iba a decidir al ganador. Alejandro entendió que el triunfo estaba de su mano. Sació la pelota hacia la derecha, pero Arturo, sorprendentemente, contrarrestó el golpe. Volvió a darle un raquetazo, pero la pelota regresaba una y otra vez a su campo, hasta que en una última jugada no fue capaz de alcanzarla, lo que supuso el final del partido y su derrota.
La multitud vitoreaba a Arturo. Alejandro, arrodillado, no podía creer lo que estaba pasando. Desesperado, creyó que le había llegado el momento de renunciar al tenis. Sintió una llama de resentimiento hacia su amigo cuando lo vio acercarse a él. Le miró a los ojos, apretó los dientes y, de pronto, su ira se convirtió en felicidad al darse cuenta de que el ganador era su mejor amigo.
Se levantó de la tierra batida, corrió hacia él y se fundieron en un abrazo.
—Enhorabuena… Y gracias.
Arturo se quedó desconcertado.
—No te entiendo, Alejandro. ¿Cómo puedes darme las gracias cuando has perdido el torneo?
Alejandro le miró a los ojos y le dijó:
—En efecto, yo he perdido, pero tú has ganado.
Había comprendido que una copa más o un título menos no es nada comparado con lo que una buena amistad te ofrece.