III Edición
Curso 2006 - 2007
La fragilidad de la vida
María Blanco, 15 años
Colegio Alcazarén, Valladolid
A mi tío le diagnosticaron una grave enfermedad, cáncer. Durante el tiempo que duró su afección, dos largos años de sufrimiento, maduró de tal modo que, a la vista de alguien que le conociese de toda la vida, parecía otro. Al principio se derrumbó, es cierto, pues creyó que había dejado pasar cincuenta años de su vida sin apenas haber disfrutado de ella. Con la ayuda de sus amigos y familiares, levantó el ánimo para comenzar una vida nueva, en la que asumió su enfermedad. Disfrutaba más que antes. Al menos, esa era mi impresión. Mi tío decía que el dolor le ayudaba a ofrecerlo por los demás, y se imponía a sí mismo poner buena cara, consciente de que tenía una riqueza en las manos.
A los cuatro meses del diagnostico, los médicos le dijeron que apenas le quedaba un año de vida. Cuando apenas le quedaba un mes entre nosotros, conocí la gravedad de su situación. Le fui a visitar al hospital. Aún me emociono al recordar la pregunta que le formuló mi hermana de siete años y, sobre todo, la respuesta de mi tío: “¿Tienes miedo a morir?”. Por un instante se formó un silencio tenso. Nos miramos todos los que en ese momento nos encontrábamos en la habitación. Pero una risita salió de la boca del enfermo.”No, no tengo miedo”, le respondió con una caricia en la mejilla.
Al día siguiente, llegué antes de lo habitual. Entré en la habitación y no vi a mi tío. Un hormigueo recorrió mi cuerpo y cierto escalofrió me llevó a rememorar la pérdida de mi abuelo. Temí lo peor. Pero oí la risa de mi tío, que estaba escondido detrás de una cortina, lo que me pareció insensible por su parte. Sin quererlo, se me escapó una lágrima y me senté sobre la cama. Él me consoló y unos minutos más tarde tuve la necesidad de conocer cómo había aceptado la muerte y cómo era capaz de afrontarla con tan buen humor. Le dije: “Lo admirable en ti no solo es el hecho de que admitas una enfermedad que está acabando con tu vida, si no aceptarla como parte del plan de Dios para tu vida y el modo con que la llevas”. Se puso serio y me contestó: “ María, tienes catorce años. Todavía te queda mucha vida por delante y no es bueno que te empeñes en experimentar todo sin disfrutarlo, si ni escoger aquello que te conviene para sacarle el máximo partido”.
En esas palabras se esconde el quid de la cuestión. Sé que sólo he vivido quince años, pero quién me asegura que no me vaya a morir mañana. Mi tío insistió al decirme: “No desperdicies tu vida pensando que mañana harás las cosas mejor. Esfuérzate por hacerlas bien desde el principio. Aprovecha cada segundo con todas tus ganas, aunque estés cansada y creas que tus acciones no tienen trascendencia”. Mi tío me enseñó que debemos aprovechar la vida al máximo, sin condicionarnos por aquello que es placentero, sino por lo que será beneficioso para los demás y para tu futuro.