II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

La fuerza de la amistad

Lidia Lozano, 14 años

                  Colegio Virgen de Atocha, Madrid  

     -Esta es la recompensa a tantos años de duro trabajo -le dijo su madre mientras le besuqueaba.

     -Ay mamá, no me agobies; ¡y mira hacia delante!

     -Pero es que estoy tan orgullosa...

      Sara y su madre habían vivido siempre solas y a sus 18 años, Sara pensaba que estaba un poco sobreprotegida. Su única ilusión era la danza: vivía para bailar, sólo le importaba bailar. Aquel día había sido elegida entre miles de aspirantes para una plaza en el Ballet Nacional.

      No podía dejar de sonreír. Había antepuesto la danza a su vida desde que tuvo uso de razón. A pesar de ello, tenía buenos amigos y un novio que la quería muchísimo.

      Su madre solo la tenía a Sara y quizá, por eso, no quería alejarse de ella ni un instante. Siempre era la primera en darle la enhorabuena tras cada uno de sus triunfos y, ese día una vez más, estaba en la puerta esperándola con el coche.

      Al abrir los ojos, Sara estaba desconcertada y un tanto mareada. No sabía que hacía en aquella cama y solo recordaba la conversación con su madre y unas luces muy intensas y, al despertarse, estaba allí..., ¡en el hospital!

      Habían tenido un accidente. Su madre entró en la habitación y al verla despierta corrió a abrazarla. Sara estaba conmocionada, ¡no entendía nada! Le explicaron lo ocurrido: un coche en dirección contraria había ocupado su carril y las había hecho chocar contra el quitamiedos de la carretera. Tenían mucha suerte de estar vivas. Sara había permanecido dos días en coma, pero esa no era la peor noticia. El coche había quedado completamente destruido tras la colisión y para poder rescatarla, habían tenido que amputarle una pierna.

      No podía creerlo; no quería creerlo. Toda su vida luchando por bailar y ahora nunca más podría hacerlo. Su madre intentaba consolarla: era afortunada por estar viva.

      Pero ella no lo entendía. Sara vivía para bailar y ahora… ¿qué sentido tenía su vida?

      Ya nada importaba. Los médicos le decían que llegaría a hacer una vida normal, pues las prótesis estaban muy avanzadas. ¿Una vida normal? No podría volver a bailar,. Ella no quería una vida normal, ¡quería su vida!

      Durante los dos meses que estuvo en el hospital, tuvo continuas visitas: amigos, compañeros y la compañía diaria de su novio. Todos la animaban y le intentaban hacer ver que podría vivir como antes, podría andar, seguir estudiando y todos estarían siempre ahí.

      -Sé que no va a ser fácil, pero lucharás y seguirás adelante como siempre has hecho. Nunca has tenido una vida fácil, pero has sabido como continuar, y ésta vez, lo conseguirás de nuevo -le decía su novio en cada una de sus visitas.

      Pero nadie podía saber lo que sentía, porque estaba como vacía. El baile había sido su vía de escape siempre. Bailaba cuando estaba triste, agobiada, preocupada, nerviosa...Bailar era su única razón de existir, ya no sabría vivir sin bailar.

      Poco a poco se fue encerrando en sí misma, apenas hablaba con su madre, no miraba a Jorge, no quería que sus amigos fueran a visitarla; no quería vivir así.

Decidió escribir un diario para desahogarse y expresar lo que sentía y así, tal vez, comprenderlo y superarlo.

      De vuelta a casa arrancó de las paredes todas sus fotos, pósters, artículos... todo lo que le recordara lo que fue su mundo. Su madre no sabía qué hacer. Sara lloraba, no salía, no quería ver a nadie, no comía, apenas dormía. Continuamente escuchaba su melodía preferida, “El Lago de los Cisnes”, encerrada en su habitación. Se imaginaba de nuevo sobre un escenario, bajo los focos, moviéndose al ritmo de aquellas preciosas notas... Así día tras día, durante casi un año.

      Su profesora de danza la visitaba siempre que podía y era con la única persona que hablaba desde el accidente. Como todos sus amigos y familiares, intentaba que Sara no viera todo tan negativo. Ella amaba tanto la danza como Sara, y aunque poniéndose en su lugar tampoco podría soportarlo, siempre tenía sonrisas y palabras de ánimo. Le propuso muchas opciones alternativas ligadas a la danza. Sara tenía buen oído, podía dedicarse a la música. Ella le daría clases. Tenía una inteligencia privilegiada y conocía muy bien el mundo de la danza , podía escribir libros, manuales. Incluso diccionarios sobre ese arte.

      Pero Sara solo quería hablar con su profesora para mantener su rostro y su voz vivos en la memoria y poder así seguir soñando con su pasado, con aquella vida que tanto la llenaba y que nunca más podría vivir...

      Durante unas pruebas médicas para colocarle su nueva prótesis tuvo que permanecer ingresada unas noches. En la cama contigua se encontraba una niña, no tendría más de 15 años, y al igual que ella estaba esperando una prótesis. Durante la noche su madre no pudo acompañarla y se sentía tan sola que hizo algo que llevaba meses, incluso mucho antes del accidente, sin hacer. Habló con ella, se desahogó, la contó sus sentimientos, todo lo que pasaba por su cabeza, sin siquiera reparar el por qué de la estancia de la niña en el hospital.

      Le contó sus deseos de morir. Tenía pensado desde hacía algún tiempo cómo quitarse la vida

Tras unas largas horas de charla, se dio cuenta de lo egoísta que había sido y pregunto a Tamara (así supo que se llamaba) qué le había ocurrido a ella.

      -Tengo cáncer –respondió.

      Después de unos minutos, Sara apagó la luz dando por terminada la conversación.

      Pasaron algunos días. Las dos se sentían cómodas juntas y, sobretodo y más importante, comprendidas y apoyadas. Podían compartir el dolor. Cada una a su manera, deseaba ayudar a la otra.

      Una mañana, Tamara vio que la cama de Sara estaba vacía. Preguntó a las enfermeras y le dijeron que le estaban haciendo la prueba de su nueva prótesis. Si todo iba bien, esa misma tarde volvería a su casa.

      Cuando Sara regresó con su pierna ortopédica, Tamara supo que era el momento de demostrar a su amiga que no estaba sola. Le hizo prometer que iría a visitarla al hospital todas las tardes. De esta forma, ninguna de las dos estaría de nuevo sumida en la amarga soledad.

      Sara cumplió su promesa. Tarde tras tarde iba a visitar a Tamara, cuya prótesis parecía cada día más lejana, porque sufría rechazos continuos. Pero nunca se rendía, tenía tantas ganas de vivir.

      Una tarde Sara la encontró llorando. Entre sollozos, Tamara le contó que había sufrido una metástasis y tenían que operarla de la cadera esa misma tarde. Estaba muy desanimada, pero ahora no estaba sola. Sara le abrazó y estuvo con ella hasta que los enfermeros la llevaron al quirófano.

      Sara no podía pensar en otra cosa que no fuera Tamara, su alegría, su fuerza, sus ganas de salir adelante y, sobretodo, el apoyo que le había ofrecido. Se prometió que nunca más se rendiría ni desearía morir.

      Mientras todo esto pasaba por su mente, la madre de Tamara se sentó junto a ella y sacó de su bolso un sobre. Al abrirlo, descubrió una letra infantil pero muy cuidada.

      “Sara:

      Ahora sé lo importante que es la amistad. Solo espero que todos los momentos que hemos pasado juntas te hayan servido y que nunca te rindas. Tú eres tu mayor apoyo y así debes verlo. Espero que si no logro salir del hospital, sigas luchando. Espero que mi fuerza, que aquí te envío, nunca te abandone. No lo olvides, no estás sola.”


      Viendo la fuerza que Tamara poseía, se dio cuenta de que ella aún tenía mucha vida para ser feliz, y que la danza nunca la abandonaría aunque no pudiese bailar.

      Tras la larga operación, Tamara superó los obstáculos que la vida interponía en su camino. Una tarde, mientras dormía, Sara cogió su mano y le dijo algo que llevaba guardando en su interior desde hacía algún tiempo:

      -Gracias. Me has devuelto las ganas por vivir. Me has enseñado qué es la amistad.

Tamara no dijo nada, pero apretó la mano de Sara.