XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

La fuga y el antídoto 

Julia Pedraza, 14 años

Colegio Tierrallana (Huelva)

El reloj marcaba las cuatro y treinta y dos de la madrugada. Era el momento que tanto ansiaban desde hacía tres meses y dos semanas, cuando planearon todo. Se dirigieron hacia la enfermería y Jaime abrió la puerta con un suave giro de muñeca. Tomás, Antonio y Lucas pisaban su sombra de puntillas y en silencio.

Una vez allí, Jaime hurgó entre los papeles y bolígrafos que había en un cajón, hasta que encontró una diminuta llave. Tomás, mientras tanto, levantó el trozo de parqué bajo en que se encontraba el agujero que habían cavado para escapar de la prisión. Lo hizo con una sola mano, pues en la otra sujetaba un fino tubo de cristal que contenía un líquido amarillo. Los cuatro se metieron por el hueco y, desde dentro, volvieron a cubrirlo.

Consiguieron llegar a la sala de espera a través del estrecho túnel. Entraron y, aprisa, descendieron una escalinata de cemento. Las escaleras daban al sótano, que estaba a oscuras y tenía cinco cámaras colocadas estratégicamente, desconectadas unas horas antes por Antonio gracias a sus dotes de electricista.

Jaime abrió la puerta del sótano con la llave que había tomado en la enfermería. Subieron a pie los nueve pisos. Podrían haber sido solo dos desde sus celdas, pero la escalera del sótano era la única que no estaba vigilada. 

Cuando llegaron a la planta ocho, avanzaron hasta una pequeña ventana por la que lanzaron una soga que se enganchó en los alambres que coronaban el muro perimetral de la cárcel. Para distraer a los vigilantes, Lucas lanzó una inofensiva pero ruidosa bomba casera desde el otro lado del edificio. Uno por uno fueron bajando, como monos, hasta sobrepasar la muralla.

El último fue Lucas. No sabía que la soga se estaba desgastando: en el lado de la ventana se iba quedando cada vez más fina. Sus tres hermanos lo animaban a bajar más deprisa cuando, repentinamente, se partió y el muchacho cayó al suelo. Sus hermanos fueron a rescatarlo, pero Lucas se lo prohibió. 

–Sabéis que la vida de Rosa es más importante que la mía –les dijo, refiriéndose a su hermana–. Tenéis que huir para ponerle el antídoto.

Se refería al líquido amarillo contenido en el tubo, que Tomás y Antonio, biólogos, habían fabricado en la penitenciaría.

Entonces saltaron muro. 

La alarma rompió a sonar y los focos de la prisión los apuntaron con sus intensos haces de luz. Pero tuvieron tiempo para hacer un puente en uno de los coches aparcados en la calle. 

Viajaron hasta Almería, en cuyo hospital provincial Rosa estaba a punto de morir. No sabían que Lucas había conseguido escapar y que también se dirigía a aquel lugar.

Tomás, Antonio y Jaime echaron a correr por los pasillos, hasta la habitación en la que su hermana agonizaba. A toda prisa la hicieron beber el líquido. 

–¡Lucas! –se sorprendió Antonio al verle entrar en el cuarto.

La cara de la pequeña tornó de un amarillo amargo a un carné vivo, y su cabello se tiñó de un rubio brillante. Las sustancias que habían robado para fabricar el medicamento habían funcionado. Los hermanos se abrazaron entre sollozos.