V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

La hija del sultán

Sofía Sakr, 16 años

                Colegio Guaydil (Las Palmas)  

Zeina vivía en el palacio con su padre, el sultán. Su provincia era una de las más ricas de los reinos del califato y, en consecuencia, la familia real disfrutaba de toda la suntuosidad imaginable. Suaves brocados de Bagdad, incienso de la India y coloridas sedas de Damasco eran el día a día en la pequeña corte, que se reunía en una fresca sala iluminada por geométricos tragaluces de colores y estaba cubierta por lujosas esteras y cojines de Persia.

Allí fue donde encontró a su padre, como era de esperar, al que abrazó. Tras los intercambios de cortesía procedió a pedirle lo que llevaba desde los trece años intentando conseguir, un permiso para salir sola a dar una vuelta por la ciudad. Éste la miró con severidad y le dio una negativa por toda contestación.

Comenzó a rezongar y a rumiar, y tomó una decisión: saldría a hurtadillas por la noche, mientras todos dormían, y esperaría cerca de la tapia más alejada del frondoso jardín al cambio de guardia del amanecer, para escapar de aquella prisión. A la mañana siguiente, la hija del sultán ya no se encontraba en el recinto; había conseguido lo que se había propuesto.

Mientras rondaba por la ciudad, el suave olor del pan recién hecho se mezclaba en el aire con el penetrante aroma de las cocinas de las pequeñas viviendas. Vio en un callejón a dos viejos harapientos, con la piel cubierta de mugre, que se peleaban por un pequeño mendrugo de pan que habían encontrado.

Siguió caminando mientras agarraba con fuerza la bolsa de tela que colgaba de su cintura y en la que llevaba varias monedas. Los frágiles cuerpos de los niños sucios que corrían por las callejuelas le llenaron de rabia.

Entonces creyó entender por qué su padre no le había permitido ese paseo: no quería que le reprochase lo mucho que sufrían sus súbditos.

Un comerciante agarró a uno de aquellos críos, que había conseguido birlarle un par de dátiles de un frutero. Zeina acudió con prontitud al lugar del incidente, ya que aquel hombre parecía dispuesto a darle una azotaina.

Consiguió persuadirle de lo contrario con una monedita de plata que había sacado del saquito y que, sin duda alguna, superaba con creces el valor real de aquellos frutos.

Se llevó consigo al ladronzuelo, al que dio, a su vez, diez monedas de las que llevaba. A cambio le pidió que le contase su historia. Éste le explicó que el dinero sólo lo tenían los que ya eran ricos y que los que pasaban hambre apenas tenían nada. Ella no terminaba de creérselo, pero le preguntó por su nombre para, más tarde, poder enviar el dinero que el niño necesitaba para vivir.

Inició su camino de vuelta a palacio, donde no se preocupó por la reprimenda de su padre. Aquello no era nada en comparación con la que ella estaba dispuesta a lanzar en cuanto entrase en la sala del consejo real. Al escucharle, el sultán abrió la boca con asombro ante la audacia que había tenido su hija para desobedecerle. Ésta entró, irradiando rabia y majestad.

Se colocó en el centro y comenzó a hablar con fría deferencia:

-¿Habéis conocido, majestad, las hambrunas que azotan vuestra provincia?

-No pueden haber hambrunas en la joya del califato.

-Pues los niños se ven obligados a robar y los mayores tienen que pelearse con las ratas por los desperdicios de comida. Si no me creéis os traeré a un testigo.

Los presentes se miraron con desconcierto, algunos de ellos con miedo y se oyeron varios carraspeos.

-Hazle venir –fue la orden del sultán.

Los soldados trajeron al pequeño al que había ayudado Zeina aquella mañana.

Gritaba que él no había hecho nada malo. En cuanto vio a la joven, se abrazó a ella. Los asistentes ahogaron un grito de sorpresa, que se acentuó cuando la princesa pasó el brazo por encima de sus hombros en un ademán protector.

Ésta le rogó que contase a la audiencia lo que le había narrado aquella misma mañana.

Tras el relato, el gobernador abrió los ojos desmesuradamente. Había entendido que alguien se dedicaba a hacer tratos con los comerciantes más ricos. Se acercó al oído del jefe de la guardia, al que conminó a arrestar a cinco hombres que se encontraban en la sala. Estos fueron juzgados y acusados de traición. Semanas más tarde fueron ejecutados ante el pueblo, ávido de justicia.

Los días que siguieron al cumplimiento de la condena, se nombró a nuevos funcionarios y, al año siguiente, los pocos pobres que quedaban en la ciudad vivían de la caridad de la hija del sultán.