VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

La hora del té

Manuel Mellado, 14 años

                  Colegio El Prado (Madrid)  

Las seis campanadas sonaron frías y desoladoras. Empezaba a anochecer y Rosa se había quedado traspuesta en el sillón, delante del televisor. Para una mujer de ochenta años, recoger sola la cocina era muy cansado. En cuanto terminó y vio el sillón, no pudo resistirse. Antonio, su marido, había acudido a la partida de tute del bar, como de costumbre. Era un hombre parco en palabras, serio, alto y delgado, de la misma edad que su mujer. Llevaban cuarenta y cinco años casados.

Llegó a casa a las seis y cuarto. Se fue directo a la habitación, se quitó el abrigo y lo colgó, se descalzó, sacó sus viejos zapatos y se puso las zapatillas de estar por casa. Mientras se dirigía hacia el cuarto de estar, encendió un cigarrillo. Cuando entró en la sala de estar, vio a Rosa dormida y decidió preparar él mismo el té para los dos. En la bandeja iban las dos tazas con sus respectivas bolsitas, unas pastas inglesas de mantequilla y unas servilletas. Apoyó la bandeja en la mesa y le dio un suave toque en el hombro a su esposa. No respondió.

El entierro fue en un día lluvioso. Antonio aguantó dando la imagen de hombre fuerte. Como el matrimonio no había tenido hijos, fue una ceremonia solitaria. Sólo le acompañaron unos viejos amigos y algún vecino. Cuando se despidió de todos, rompió a llorar.

A partir de entonces, todos los días se ponía su mejor traje, compraba unas flores y a la hora del té se dirigía al camposanto y pasaba unas horas junto a la tumba, llorando.

A los dos meses, Antonio acudió al médico. En la sala de espera, como distracción movía el sombrero en sus manos mientras esperaba oír su nombre. La llamada para la consulta sonó como un resorte.

-Buenos días -dijo el médico con seriedad-. Tome asiento. Mire, no me voy a andar con rodeos…

-Tampoco los necesito -le espetó bruscamente-. Sólo quiero saber el resultado.

-Tiene usted Alzheimer.

El silencio fue cortante.

-Desde nuestro equipo médico le recomendamos ingresar en una residencia especializada en este tipo de enfermedades.

-No tengo dinero para residencias.

-La Seguridad Social se ocupará de todo.- Se recostó en la silla-. Sé que hace poco, su esposa falleció, y que desde entonces usted vive solo. También sé que no tiene familiares que le puedan cuidar. Por eso mi recomendación, más que como médico, como persona, es que ingrese cuanto antes. Su enfermedad sólo puede ir a peor. Firme aquí y del resto nos encargamos nosotros.

Cuando regresó a casa, se quedó en la puerta contemplando el piso. Se dispuso a hacer su equipaje, pues a las cinco pasarían a recogerle. Ese día no podría ir al cementerio.

Antonio murió a los dos años de ingresar en la residencia. Nadie pudo explicar por qué, sobre las cinco, cogía unas flores secas, se vestía de traje, se sentaba junto a la ventana y comenzaba a llorar.