V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

La huida

Núria Martínez Labuiga, 16 años

                 Colegio Vilavella (Valencia)  

El agua estaba tibia y cristalina, como un paraíso creado por hombres.

Salió descansada de la enorme piscina del hotel, buscando su toalla entre las hamacas y las sombrillas blancas que simulaban pacíficas nubes en aquella terraza azul. Mientras se acomodaba en uno de los rincones, se sintió como una reina, rodeada de lujos innecesarios pero, a la vez, tan relajantes. El timbre de un móvil la sacó de sus pensamientos. Un huésped respondió a la llamada:

-Hola Maribel... ¿Qué te pasa...? ¿Yo...? Estoy en el hotel... No, no he visto a José desde hace unos días. ¿No estaba contigo...? –el hombre levantó exageradamente la voz-. ¡Qué...! ¿El barco también ha desaparecido...? No puede ser; él no haría algo así. Sigue llamándole y no te preocupes, lo encontraremos… Podremos volver a abrazarlo -se le quebró la voz-. Voy enseguida... No tardaré más de media hora.

El hombre salió corriendo mientras ella lo seguía con la mirada, hasta que se alejó.

Era extraño; creyó haber visto lágrimas detrás de las gafas de sol que ocultaba una terrible y dolorosa pena en aquel empresario.

***

José tenía la vista fija en la pequeña pantalla de cristal, que entonaba su canción favorita y lucía un parpadeante “Mamá llamando”. Con una media sonrisa lanzó el móvil al mar; ¡ya no le haría falta!

Desde la solitaria cubierta del barco de sus padres miró hacia la lejana orilla, que poco a poco se hacía borrosa. Dejaba en uno de aquellos apartamentos, seguramente el más grande y caro, su odiosa y ordenada habitación: los palos de golf, las estanterías repletas de libros de la facultad de Derecho, que jamás estudiaría, las fotos en las que aparecía él y aquellas en las que estaban sus padres, pero nunca una con los tres juntos. Se mordió el labio inferior y apretó los párpados pensando en ellos: tan ocupados, tan perfectos, tan afanados en darle todo menos la libertad que ahora estaba dispuesto a ganar a cualquier precio.

Se giró y observó el extenso océano, azul, abierto ante él con todas las posibilidades que podría encontrar al llegar a América. Estudiaría arte dramático, se haría actor de cine, tal vez sacaría un CD de música pop o escribiría un libro con el que ganaría millones de dólares que, seguro, donaría a las ONGs, saldría en las revistas del corazón, tendría fama, fiestas y, ante todo, el caótico futuro que siempre soñó y que su padre ya no podría impedir con sus consejos.

Poco a poco su sonrisa se fue apagando. Tal vez no sería tan fácil como pensó al principio. Alzó la vista al cielo. Se había dicho tantas veces que no echaría de menos a su familia... Pero sentía otra ausencia.

Agachó la cabeza, insatisfecho por no ser capaz de encontrar la respuesta y observó las palmas de sus manos, espejo del recorrido de su vida. Contenían el significado de todo lo que había pasado por alto. La respuesta estaba en él; se dio cuenta de que no le importaba perder dinero, pero sí perderse a sí mismo.

Con aquella huida nada volvería a ser igual: odiaría la responsabilidad, no tendría el compromiso de apoyar a sus amigos o de estrechar la mano a los colaboradores de su padre. Todo aquello que siempre había deseado enterrar, ahora comprendía que formaba parte de su ser. No podía sustituir aquel pedazo de su vida por la vanidad, la mentira y el rencor hacia su padre, que jamás quiso hacerle daño.

Dio un largo suspiro y volvió su mirada de nuevo hacia la costa. No era su entorno lo que le robaba la felicidad, sino la visión que tenía de sí mismo.

Lentamente se dirigió hacia la popa y cambió el rumbo 180º. Marcó un nuevo destino: su hogar.