X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

La lección del oso

Inés Rey de Olano, 14 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Yo era solo un chaval de seis años, un niño mimado con unos padres ricos que le daban una vida cómoda y feliz.

Una mañana soleada, de camino al parque, mis ojos se quedaron perplejos ante el escaparate de una juguetería. Detrás del cristal estaba el oso que tanto había deseado. Grande, de una altura como la mía, blandito, con unas orejas grandes y lanudas. Llevaba puesta una camiseta y un cartelito anunciaba que si lo abrazabas su barriga emitía un ruidito irresistible.

Yo quería ese oso y, como siempre, mi padre me lo compró.

Cuando llegamos al parque me senté junto a mi padre en un banco. Empecé a pensar nombres para mi nuevo amigo, dónde lo colocaría, si lo llevaría al colegio para enseñárselo a mis amigos… Mientras tanto, dos niños se colocaron detrás de un árbol y se pusieron a mirarme. Iban descalzos, estaban sucios y olían mal. Pensé que envidiaban mi peluche. Así que yo, como el niño maleducado que era, empecé a mostrarles el peluche y a hacerles señales de burla. Me regocijaba al pensar que nunca podrían permitirse un juguete como aquel.

Mi padre fue testigo de aquella escena y me dijo que era demasiado pretencioso y egoísta. Tomó al oso y me prometió que lo devolvería a la tienda. Yo me enfadé. Pataleé y lloré como un desesperado.

Pasados los años me casé. Tuvimos dos hijos. Al poco mis padres murieron. Tenía veinticinco años y no tardé en malgastar la herencia. Al cabo de un tiempo me arruiné y nos tuvimos que mudar a un barrio humilde.

Hace poco mi hijo Jaime me pidió que le llevase al parque. Mientras le columpiaba me di cuenta de que mi hijo miraba a un niño vestido con americana y corbata, que estaba sentado en un banco con su padre. En sus brazos tenía un oso de peluche, grande como el de mi infancia.

Las miradas de Jaime y del niño se cruzaron unos segundos. De repente, el pequeño intercambió unas palabras con su padre, que asintió. El niño se levantó y vino hacia nosotros. Detuve el columpio, mi hijo bajó de un salto y el niño le regaló el oso.

Pocas veces había visto a Jaime tan contento. Pero más feliz estaba el niño.

Me sentí avergonzado. Acababa de descubrir que merece la pena hacer felices a los demás.