III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

La Mari

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

       Se llamaba María Concepción del Rosario González Locayo, pero nosotros la llamábamos simplemente Mari, la Mari. Nos decía que era mejor acortar el nombre, que si no, nos cansaríamos de llamarla, que su nombre era demasiado largo para los niños. Y así se quedó, La Mari. Trabajaba en casa de la tía Inés, hermana de mi madre. Allí cocinaba los martes y los viernes y, si la apuraban mucho, los domingos de seis a ocho. Decía que los demás días tomaba el sol mientras un negro le abanicaba y le servía calimochos. Cuando mamá oía esto, la reñía, prohibiéndole seguir hablando con los más pequeños, pero yo no sabía qué tiene de malo decir “negro”, “abanico” o “calimocho”, así que de la misma Sergio y yo volvíamos a buscar a La Mari para preguntarle más cosas sobre aquella vida paradisíaca que parecía tener una vez se separaba de los fogones a la nueve y media o, a veces, a las diez de la noche.

       Por el cumpleaños de Mamá le quise comprar un negro. El abanico que se lo pidiera a la tía, y cuando se lo propuse a mamá, ésta se enfadó y dijo algo de una “fregona con aires de grandeza”, pero no entendí qué tenía eso que ver con La Mari. Al final, opté por callarme. Mamá y papá apenas la trataban. Decían que, con esa gente era mejor mantener las distancias, que según que confianzas no eran buenas. La trataban de usted y no le miraban a los ojos cuando la hablaban. Me daban pena mis padres, porque desconocían la verdadera vida de La Mari. Al final caí en la cuenta de que sólo Sergio y yo sospechábamos que la cocinera era princesa, quizás una reina de algún país tropical. Papá se reía cuando le contábamos estas cosas. Decía que su piel morena se la había ganado recogiendo olivas en el campo, y que de princesa nada, que ya le gustaría a ella.

       La Mari hacía las mejores croquetas de Sevilla, quizás de España, a lo mejor del mundo entero. Las hacía de jamón, de pollo y, a veces, de bacalao. Que eran las mejores lo decíamos nosotros, Sergio y yo, porque la tía Inés sólo les ponía pegas: que si les faltaba sal, que si estaban crudas...

       Un día La Mari desapareció. Se esfumó si aviso. No volvió a cocinar en casa de la tía. Al principio la imaginé bajo la sombra de alguna palmera, bebiendo calimochos, y que volvería de la mano del famoso negro cantando habaneras. Pero cuando pasaron los meses, empecé a dudar.

       -Niño, ¿por qué no comes?

       -No me gusta.

       -Pero si son croquetas, que te encantan… Anda guapo, come.

       -Que no. ¡Qué asco! Yo quiero las que hace La Mari.

       En esos momentos mi padre se ponía nervioso y gritaba. Que si ya era suficiente, que si a comer, que si a callar, que si me enviaba a la cama y unas cuantas amenazas más que no escuchaba porque estaba demasiado ocupado tirando las croquetas al perro por debajo de la mesa.

       Durante muchos años pensé en ella. ¿Dónde estaría? Cuando Sergio y yo crecimos, preguntamos por ella en muchos lugares de Sevilla, pero nadie la conocía. Sé que mis padres la despreciaron hasta el final de sus días.

       Decidimos ir a San Vicente, su pueblo natal en Cádiz. Mientras paseábamos por el puerto descubrimos un muro con una placa repleta de nombres grabados en la piedra. Eran los caídos de la Guerra Civil. En vigésimo segunda posición, en letras doradas y muy brillantes, se leía: María Concepción del Rosario González Locayo. Sergio y yo cogimos el coche y volvimos a Sevilla.

       Esa noche cenamos croquetas.