XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

La moneda nómada 

Jaime Llop, 15 años

          Colegio Munabe (Vizcaya)  

Soy una moneda.

A lo largo de mi vida he hecho innumerables viajes que jamás olvidaré. Mis aventuras comenzaron con un adolescente que, deseoso de comer una chocolatina, me gastó en una máquina expendedora. Me metió en una ranura en la que cabía a la perfección y, tras deslizarme por un tobogán, fui a parar a un sitio oscuro. Allí dentro, para mi sorpresa, había otras monedas de distintos valores. Algunas llegaban de la misma manera que yo; cuando esto ocurría, otras se marchaban por una trampilla a modo de cambio.

Para pasar el rato nos contábamos historias de nuestros viajes. Una que era de gran valor contaba cómo en una ocasión la habían robado; otra, muy mayor, relataba cómo era el mundo años atrás. Yo escuchaba con asombro, imaginando vivir alguna de aquellas aventuras. Hasta que una vez, mientras prestaba atención a las peripecias que narraba una de mis compañeras, caí al vacío.

Vi la luz después de mucho tiempo. Me pareció hermosa. No tuve apenas tiempo para asimilar lo que acababa de ocurrir, pues me encontré en la palma de una mano que, en cuestión de segundos, me depositó en el bolsillo de un pantalón. Noté cómo me deslizaba por su pierna, hasta que rodé por la calle; ¡el bolsillo estaba roto! Cuando por fin cesé de rodar, me sentía mareada y aturdida. Otra mano diferente me recogió del suelo.

—¡Qué conveniente! —murmuró para sí una voz de hombre.

Me metió en el bolsillo de su camisa, que gracias a Dios no estaba roto. No estuve mucho allí, porque aquel hombre me metió en otraranura. Al principio la confundí con una máquina expendedora, pero al no cruzar ningún tobogán, deseché aquella opción. Me encontraba en una estructura que se desplazaba, empujada por lo que ahora distinguí como un hombre pelirrojo. Entramos en un espacio grande, con muchas estanterías y con gran variedad de productos. Lo reconocí como un supermercado, gracias a la descripción que me había hecho una de mis compañeras de la máquina expendedora. Y yo debía estar metida en un carrito de la compra.

Allí pude ver cómo el hombre iba cargando cosas y más cosas en el interior del carro. Cuando acabó la compra, pagó y guardó todo en una bolsa; a mí me sacó de la ranura y me metió en la bolsa también, rodeada de lo que deduje era comida. Un rato después me hallaba en otro lugar que no reconocí: alguien vació la bolsa, pero a mí me dejó dentro. En aquel momento pensé que me había olvidado. Esperé y esperé, hasta que el mismo hombre de la última vez se llevó la bolsa, conmigo en el interior.

Llegamos al supermercado y seguimos los mismos pasos de la vez anterior; se repitió todo el proceso completo y, al terminar, me vi de nuevo esperando en la bolsa. Al cabo de un tiempo volví al supermercado; mi destino se había convertido en un bucle. Lo único que variaba era que a veces íbamos acompañados de la familia del pelirrojo. No recuerdo cuántas veces pude ir con él, pero fueron muchas; tantas que llegué a considerar a aquel hombre como mi mejor amigo.

Un día, al acabar la compra fue corriendo a dejar el carrito, me sacó de la ranura y volvió dentro del supermercado como una bala. Mi amigo me abandonó allí mismo: una dependienta me cogió y me guardó en la caja registradora, donde yo había visto entrar tantas monedas durante mis viajes. Nunca creí que llegaría a convertirme en una de ellas. Comprendí que a mi amigo le había faltado un poco de dinero y que yo había sido su única salvación. Me entristeció pensar que no iba a volver a verle nunca más.

En la caja el dinero entraba y salía rápidamente. Pronto me fui con una mujer que me metió en una cartera muy cómoda y que me utilizó para pagar un café en un bar. Luego visité una panadería y, más tarde, un peaje, lo que me alejó de la ciudad. Pero tuve suerte, porque otro coche me volvió a acercar.

Recorrí mi localidad varias veces, compartiendo viaje con personas y monedas de todas las clases. Fui objeto de limosnas y de múltiples compras. Acabé en manos de un chico que me llevó a su casa y me depositó en una hucha junto a otras monedas. Allí me encontraba a gusto, hasta que entraron unas monedas que no conocíamos ninguna de las que estábamos allí.

—Nos llamamos euros. Somos el nuevo dinero —dijo una de ellas, mientras el resto escuchábamos con asombro.

Poco a poco se fue llenando la hucha. Había más euros que pesetas. Supe que aquello significaba que nuestro trabajo, el de las pesetas, había terminado. Un día el niño vació la hucha de pesetas, pero se olvidó de mí. No recuerdo cuánto tiempo transcurrió hasta que una tarde, mientras sacaba unas monedas de euro, el muchacho me vio. Me cogió y me dejó sobre una estantería de otra habitación. Allí me quedé completamente sola, apartada y bastante deprimida. Los euros no me caían nada bien: por su culpa había perdido todo mi valor.

¡Menos mal que pasó por allí el padre del niño! Habría llorado de alegría, si es que las monedas pudiésemos llorar… El padre de aquel chaval era el hombre pelirrojo al que tantas veces había acompañado al supermercado, mi mejor amigo. Aquel era mi hogar.