VI Edición
Curso 2009 - 2010
La Muerte también ama
Lola Botija Álvarez, 15 años
Colegio Entreolivos (Sevilla)
No es que me queje de mi trabajo (los hay peores), pero tampoco es que me apasione. La gente tiene curiosidad por saber lo que hago, cómo acabé con una responsabilidad como esta. Es algo de familia; mi padre se dedicaba a esto y, antes que él, mi abuelo y, anteriormente, mi bisabuelo, y así hasta donde me alcanza la memoria. Es una tradición, de primogénito a primogénito, un trabajo de hombres, digamos que relativamente fácil, pero con una carga psicológica grande. Mi empleo se parece al de esos hombres que se dedican a despedir a empleados. A nadie le gusta echar a la calle a la gente, sobretodo porque no nos gustaría que nos pasase. Pues conmigo ocurre lo mismo; que yo sepa, a nadie le gustaría ser la Muerte, ir por el mundo robando almas y dejando a familias desvalidas.
De todas maneras, como todo, tiene sus cosas buenas: me encanta poder hablar con las almas que me llevo. Las hay de todo tipo, de todas razas y de todas las religiones. Aprendes mucho de ellas, te culturizas. Pero son amigos pasajeros que no duran más de media hora, el tiempo que tardo en llevarlos al Lugar.
Uno, con el tiempo, se acostumbra a los llantos y a las quejas de los muertos más guerrilleros. Al fin y al cabo, no soy yo el que da las órdenes sino el que las recibe. Sin embargo, ver las caras de los muertos resignados, de aquellos que con tristeza aceptan su muerte, al igual que la de los niñitos cuya corta vida se ha consumido tan pronto, constituye algo muy doloroso. Y aunque acabas por aprender a que no te afecte, algo así como los médicos que tratan a pacientes sin cura, algunas miradas se me quedan clavadas en el corazón.
Es un trabajo muy sencillo. Me traen una lista del los que van a morir cada día. Junto a mis ayudantes dividimos el trabajo. El jefe (o sea, yo) es quien se queda con más número de personas. Tampoco es que me importe, a fin de cuentas soy uno de esos seres…, ¿cómo se dice?, atemporales. Para mí el tiempo no es nada; no tengo horario propiamente dicho.
Tengo un mes de vacaciones al año, en marzo, que es el que menos defunciones registra. Mientras estoy fuera, mis ayudantes se encargan de todo. Debes prepararlos bien, pero acaban por comprender todo a la primera. No hay reglas fijas, puedes hablar con los muertos y en tu tiempo libre puedes hacer lo que quieras. Mientras cumplas tus horarios, todo va bien. Y todo iba bien hasta que llegó Bianca...
Aunque nadie me crea, la Muerte también tiene sentimientos. Soy un ser, digamos, semihumano, pues tengo la apariencia de una persona y me paseo por la tierra siempre que quiero, aunque nadie me ve y puedo vivir hasta quinientos años. Sé odiar, llorar, amar, sentir envidia y cualquier otro sentimiento. Lo que pasa es que no los tengo tan a flor de piel como vosotros. No tenía a nadie con quien compartirlos, hasta que vi a Bianca… Algo se movió dentro de mí. No puedo decir exactamente qué.
Bianca era un chica de diecisiete años, que había sufrifo un accidente de moto. Tras dos semanas en la UCI, había llegado su hora...
Cuesta pensar que hagas lo que hagas, hay cosas que nunca salen, por las que no podemos luchar. Bianca era, para mí, la vida en la muerte; la luz en la oscuridad. Habló conmigo, emocionada porque su novio había muerto en el mismo accidente y ahora estarían juntos para siempre. Me relató su ajetreada vida, sus fiestas..., y algunas anécdotas de su hermana Laia y de su sueño de ser bailarina. Ella sabía que todo aquello se había acabado. Tenía un brillo especial en sus ojos. Era una chica aventurera. Le gustaban las cosas nuevas y no tenía miedo a lo que viniese. Hablaba muy rápido y sonriendo. A veces se callaba y me preguntaba si estaba entendiendo lo que decía. Yo asentía y esbozaba media sonrisa. A pesar de ser una chica valiente (recordó un viaje a la selva amazónica con un grupo de jóvenes aventureros), me agarró la mano con fuerza durante todo el viaje: le daba miedo perderse por el camino.
No ha habido otra igual, y supongo que no la habrá. Estuve sólo media hora con ella, la mejor media hora de los ciento treinta y seis años que llevo aquí. Pero hay que resignarse: la muerte es así.
Ahora estoy en Nepal, sintiendo el mundo bajo pies desde la cimas de estas montañas, viendo enmudecerse las aldeas ante mi presencia, sintiendo como ladran los perros cuando paso por delante... Estoy tan poderoso y tan necesitado porque, al fin y al cabo, hay cosas que ni la mismísima Muerte puede cambiar.
No he vuelto a ser el mismo; el desamor marca. Quizás sea demasiado ambicioso y haya deseado cosas imposibles, pero lo cierto es que no me puedo quitar a Bianca de mi mente. He consultado libros de autoayuda, pero no encuentro cura. Me quedan otros trescientos sesenta y cuatro años para intentarlo.