VI Edición
Curso 2009 - 2010
La mujer del parque
María Luisa Guerrero, 16 años
Colegio Guadalimar (Jaén)
Ángeles me dijo una vez que las cosas iban y venían como el viento, sin que perteneciesen a ningún lugar. Cuando comprendí el significado de sus palabras, ya era demasiado tarde.
Tenía trece años cuando la conocí en el parque. Me dirigía hacia mi casa y aunque acababan de empezar las vacaciones de verano, no estaba muy contenta, pues todos mis amigos se iban de viaje. Me llamó la atención por lo bien vestida que iba, demasiado formal en comparación con los demás paseantes, con sus gafas de sol y el pelo blanco. Se veía que le costaba moverse. Me fui acercando lentamente, sin saber muy bien por qué hacía, pero cuando pensé en seguir de largo, era demasiado tarde: estaba a un metro de ella. Sonriéndome me dijo:
- Hola pequeña, ¿cómo te llamas?
Me recordaba, en cierta medida, a mi abuela, que se había muerto hacía dos meses.
- Mi madre me ha dicho que no hable con desconocidos.
-Tu madre es muy sabia, jovencita. Me llamo Ángeles Cifuentes. ¿Y tú?
- Mar.
- ¡Oh!, igual que mi hija.
-¿Su hija?¿Donde esta?
-Se fue hace muchos años. Siéntate si quieres.
Por la expresión de su cara, que denotaba a la vez sufrimiento y paz, intuí que la pregunta no había sido acertada. Normalmente yo nunca hablaría con nadie que no conociese, pero con Ángeles me sentí a gusto. Llegaba tarde a la clase de piano, por lo que no podía quedarme más tiempo y me despedí. Ella me hizo un gesto con la mano. Cuando me volví para mirarla, caminaba con expresión triste hacia el horizonte.
Al día siguiente volví a pasar por el parque, pero esta vez después de la clase de piano. Estaba enfadada porque había suspendido un examen. Andaba con rapidez cuando una voz a mi espalda me dijo:
-Mar, ¿qué te pasa?
Sabía a quién pertenecía esa voz cálida y dulce que, a la vez, denotaba sufrimiento. Lentamente me volví. Allí estaba Ángeles, mirándome fijamente.
-Emm… -No sabía que decirle.
-¿Por qué éstas enfadada?
Me quedé callada.
- ¿Tocas el piano?
Abrí la boca, asombrada.
-Usted…¡Me esta espiando!
-No. Para saber las cosas no hace falta fisgonear; basta saber observar.
Entonces me di cuenta de que se había fijado en mis libros.
-¿Viene todos los días a este parque? -le pregunté.
-Me mudé la semana pasada a la ciudad y no conozco otro sitio.
Me dio un poco de pena; se le veía sola.
-Si quiere, yo le puedo enseñar otros lugares. ¿Quiere que me pase mañana por la mañana por su casa?
- Me encantaría. Vivo en la calle Victoria, en el número veintiuno. Te estaré esperando.
Le sonreí y le dije adiós. Pero cuando me volví, como el día anterior, la observé con expresión triste frente a la puesta del sol.
Al día siguiente me vestí muy rápido y me encaminé hacía su casa. Vivía rodeada de palacetes del siglo XIX, un tanto abandonados. Su vivienda resultaba perfecta para ella: antigua y elegante. El único inconveniente era su tamaño, demasiado grande para una persona sola, por lo que pensé que tendría familia. Llame con cuidado. Un mayordomo me abrió la puerta. Ángeles me llamó desde la habitación de al lado, una biblioteca. Estaba sentada en un sillón, entretenida con las páginas de un álbum de fotos, que cerró rápidamente. Tenía un retrato de una chica de piel blanca y grandes ojos verdes. Se parecía bastante a mí, aunque era más guapa.
- Buenos días Mar, has llegado puntual. ¿Qué tal estás?
- Hola, muy bien. Perdone, pero...¿Quién es la mujer del retrato?
- Es mi hija. Como te dije el otro día, se fue hace mucho tiempo -me respondió con voz triste.
-Lo siento mucho.-Me di cuenta de que mi pregunta le había traído recuerdos tristes.
-No te preocupes. Todas las ideas proceden de la curiosidad. Si no hubiera curiosidad, existiría el conocimiento. Nunca lo olvides. Ahora vivo solo con Bautista, el mayordomo. Venga, dejemos de hablar y empecemos a visitar la ciudad.
Le enseñé mis lugares favoritos, pero aún así faltaron cosas por visitar. Ella no conocía la ciudad, pero tenía muchos conocimientos sobre arte e historia, y aunque yo era la guía, me descubrió más cosas de las que yo le enseñé. Cuando le pregunté por qué sabía tantas cosas, me dijo que se aprendía más viajando que estudiando. Fue uno de los mejores días de mi vida. Con Ángeles me sentía a gusto.
A partir de aquella mañana, quedábamos todos los días. Íbamos al cine, a la playa, al parque de atracciones... Daba igual dónde. Nos los pasábamos estupendamente. Ella me ayudaba con las clases de piano, ya que ella tenía un piano de cola en su casa. Así pasaron las semanas.
El día de antes de volver al colegio, aunque tenía que preparar muchas cosas, fui a su casa, ya que me había avisado de que quería darme una cosa. Llamé a la puerta, como todos los demás días, pero esta vez nadie me abrió. La empuje; estaba abierta. Entré me sorprendió encontrarme con todas las habitaciones vacías: no había nada en la casa. Solo quedaba, sobre una repisa de la entrada, un paquete y una carta.
“Querida Mar:
Siento mucho haberme marchado sin despedirme, pero creo que es lo mejor. Sé que sentirás mi marcha pero, por favor, no estés triste. Solo soy una anciana que, al final de su vida, ha encontrado una ilusión gracias a ti. No cambiaría ni un solo minuto de los que he pasado contigo, has hecho que vuelva a sonreír después de la muerte de mi hija, a la que me recuerdas mucho.
Vuelvo a París en el tren de las cinco.
Espero que te guste lo que hay en el paquete.
Me cambiaste la vida. Gracias.
Ángeles”
Abrí el paquete. Había un cuadro donde salíamos las dos. Rápidamente miré el reloj. Eran las cinco menos diez. Sin pensarlo dos veces, me puse a correr.
Por fin llegué a la estación. Había muchos trenes, pero no sabía cuál era el que iba a París. Pregunté a un policía.
-Es ese de allí, pero llega usted tarde porque ya ha partido- me contestó.
En aquel momento, el mundo se me vino encima. Me encaminé hacia el parque, el lugar donde nos habíamos conocido, y me senté en nuestro banco. No lloré, pues eso no le haría feliz. Entonces me acordé de que las cosas van y vienen como el viento, sin que pertenezcan a ningún lugar.
Han pasado varios años desde entonces y no la he vuelto a ver, pero nunca olvidaré ese verano, uno de los mejores de mi vida. Cuando pienso en ella, la veo sentada en un banco del parque, mirando la puesta del sol. Siempre tuve curiosidad por saber qué pensaba en esos momentos.
-¿No te parece que el tiempo es nuestro peor enemigo? -me respondía con otra pregunta.
Me costaba comprenderle, pero ahora le entiendo mucho mejor. Como ella decía, a veces los recuerdos más felices son los más tristes a la vez.