II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

La música de Viena

Teresa Benavente, 16 años

                 Colegio Vilavella (Valencia)  

    Sobre la mesa estaban el cepillo, el secador, la caja de maquillaje y el resto de sus pinturas. Había escogido un vestido rojo y zapatos de tacón a juego. Ana terminaba el acabado perfecto de pestañas cuando entró su madre. Le metió prisa, como siempre.

    Se notaba muy elegante. La ocasión lo requería, aunque Ana desconociera el regalo que sus padres le tenían preparado. Era una gran sorpresa; veinte años no se cumplen todos los días.

Al bajar del coche no pudo reprimir un grito de alegría: los focos de la ópera nacional de Viena engrandecían el histórico edificio. Su entusiasmo se desbordó cuando supo que representaban “La Traviata”, cuya música siempre le acompañaba.

    Ya dentro, los ojos de Ana bailaban sin perder detalle. Durante el espectáculo solo vivió para escuchar cada una de las notas de aquel magnífico libreto. La armonía de voces del tenor y la soprano le aislaron del resto del mundo. Mientras aquella música sonara, no importaba qué pasara fuera.

    Tras la representación de la ópera, acudieron a una fiesta en honor a la compañía. Pero resultaba tediosa.

    Ana encontró un piano de cola semiescondido detrás de unas cortinas. Ella había superado siete cursos de aquel instrumento. Como si una fuerza interior le impulsara, se sentó en la banqueta y tocó y tocó.

    De entre los invitados, sólo Michael L. Harrison, el tenor que había hecho de Alfredo en La Traviata, se había dado cuenta de la música que apenas resistía al murmullo de las conversaciones.

    Él tenía veintiocho años, una edad sorprendente para tan importante papel. Numerosas sopranos, famosas en el exclusivo mundo de la ópera, deseaban cantar con él. Pero Michael era muy exigente. Por eso se fijó en Ana, sentada a las teclas de aquel piano. Ella, al darse cuenta de sus constantes miradas, se puso nerviosa. El bullicio le agobiaba y aquella sala estaba muy cargada.

    Ana salió a la terraza. La brisa jugaba con sus rizos sueltos. Al girarse, descubrió al tenor, que le había seguido. Pero al aire de Viene no se sentía amenazada.

    Michael era americano, alto y bien parecido. Como Ana hablaba inglés, charlaron sobre la vida del cantante, sobre música.

    Se les hizo corta la hora y media que estuvieron juntos. Pero estaba contenta: Michael aun pasaría dos semanas en Viena. Le prometió que se verían todos los días.

    Cumplió su palabra. Mientras el padre de Ana se marchaba a jugar al golf y su madre quedaba con la mujer del embajador, Michael le enseñaba los lugares más bellos de la ciudad, daban paseos en barca, visitaban palacios y castillos e, incluso, merendaban en el campo. Parecía que sus vidas habían entrado en la máquina del tiempo, que su relación tenía lugar en el escenario del siglo XIX.

    El tenor se atrevía a confesarle lo que le hacían sentir las canciones de Tamino a Pamina en “La flauta mágica”, de Alfredo a Violeta en “La Traviata”. Los días volaban a los ojos de Ana. Quería ya tanto a Michael que si se retrasaba, le aguardaba en el balcón del hotel retorciéndose las manos.

    Pero no estaba preparada para lo que un día le propuso. En Madrid le esperaban sus amigos, su carrera, su vida. No podía irse con Michael a los Estados Unidos.

    Sabía que él no la esperaría, así que no lloró. Alargar aquello era una locura, así que, con un triste adiós dirigido al suelo, se marchó.

***

    Cuando Michael se sentó en el palco reservado del auditorio, se sentía arrepentido. Desde que Ana se fue, odiaba el sonido del piano. Ninguna cantante merecía su atención, por muy lejos que hubiera llegado. Paul, su asistente, no le había dado otra información que el excelente talento de la intérprete.

    Habría que verlo.

    La gente comenzó a aplaudir a la artista, a la que Michael no dedicó siquiera una mirada. De pronto, comenzaron a sonar los primeros acordes de 'Claro De Luna'. No le había mentido Paul acerca del talento de la artista. El tenor se llevó los prismáticos a los ojos.

    Sintió un escalofrío. Habían pasado más de cuatro años, pero no había duda: el collar que un día él le regalara, sus pestañas, la misma forma de tocar que en aquella fiesta después de “La Traviata”... No hacía falta que Paul le dijera su nombre. Los recuerdos de Viena aparecían ahora con más fuerza.

    Cuando el auditorio se puso en pie, Michael ya se encontraba junto al escenario. No encontrando otro modo de llamar su atención, entonó las primeras notas del diálogo entre Alfredo y Violeta. Ana buscó aquella voz entre el público. No hizo falta entre ellos el sonido de las palabras. Cada uno leyó en los labios del otro que se querían. La música los había unido para siempre.