XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

La noche del silencio

María Saldaña, 17 años

 Colegio La Vall (Barcelona) 

Por fin, entre empujones y disculpas, logramos hallar un lugar sobre el peldaño, al pie de una gran puerta de madera. Era de noche y, sin embargo, las calles ardían de corazones enamorados e impacientes que no tenían intención de cerrar los ojos y dejar paso al sueño. Habíamos llegado de todas partes por una misma razón.

Mi hermana y yo nos miramos. Me sonrió. No podíamos creer lo que íbamos a presenciar. Lo observábamos todo con la sorpresa de quien descubre los colores. De pronto, como si alguien hubiese soplado desde el cielo, se apagaron las voces y con ellas la luz de las farolas, a las que esa noche no les correspondía brillar.

Aquellos que estaban sentados al borde de la acera se levantaron. Reinaba el silencio y la expectación. ¿Iba a pasar ya? El chirrido de los goznes de la puerta, abriéndose detrás de nosotras, rompió la paz. Un haz de luz se asomó por debajo de ella para vencer a la oscuridad, hasta iluminar a aquellos que estábamos más cerca. Formamos un pasillo y una fila de hombres pisaron el peldaño donde nos encontrábamos. Avanzaron con la mirada firme, en silencio, concentrados en sus pensamientos, con un objetivo en la mente y el corazón listo. Algunos sonreían con emoción; otros estaban sumergidos en una meditación profunda. Sentí el impulso de entrar por esa puerta, conseguir un hábito y unirme a ellos.

Una mujer a mi lado felicitó a uno de los que pasaba. Mientras tanto, el capataz aguardaba con un pie en el peldaño y el otro en la acera. Orgulloso, sonreía al ver pasar a los suyos, robándonos también una sonrisa a los que estábamos cerca. Tras ellos se cerró la puerta y los hombres de cinturón de esparto desaparecieron en dirección a la iglesia, que desde donde estábamos no podíamos ver. Sabíamos que no sería larga la espera.

En unos minutos aquellos mismos pies pisaron la alfombra morada, blanca y roja que cubría las calles de Sevilla. Pero ya no eran ellos los que avanzaban. Sobre un paso dorado iba Él, con la cruz en los hombros y con flores en los pies que parecían nacer al beber la tierra de su sangre. Mientras caminaba al paso de los costaleros, miré su rostro empapado en dolor. No podía apartar mis ojos de los suyos. El Silencio me había robado el aliento, la voz, el tiempo y el corazón.