XXI Edición
Curso 2024 - 2025
La nota
Vania Terrones, 16 años
Colegio Santa Margarita (Lima, Perú)
Los oficiales tumbaron la puerta del despacho del detective Letur. Al entrar, encontraron que el suelo de la oficina estaba regado de documentos, y que habían derramado un café sobre el escritorio, que empapó con su oscura sustancia los papeles del detective. En las paredes lucían sus diplomas, así como un retrato al óleo. En los estantes había carpetas llenas de casos resueltos y por resolver. En una esquina se encontraba Letur, tendido boca arriba sobre un charco de su propia sangre. Tenía los ojos abiertos, con una expresión de espanto dibujada en el rostro. Una bala habría cruzado su frente, por donde chorreaba la sangre.
***
Juan Letur estaba sentado en su despacho con una pipa en la mano. Esperaba la llegada de su cliente. Impaciente, por quinta vez bajó la vista a su reloj de pulsera. Al comprobar que eran las once y cuarto, alzó el teléfono decidido a telefonearle para saber el motivo de aquel retraso. En ese momento llamaron a la puerta.
–Adelante –dijo el detective.
Apareció una mujer rubia, alta y delgada. Traía el rostro demacrado y vestía de negro.
–Soy María Landino, mucho gusto –se presentó, tendiéndole la mano.
–Detective Letur –le correspondió mientras le hacía una seña para que se sentara.
–He venido a pedirle ayuda –habló con gesto compungido–. La policía quiere cerrar el caso por el asesinato de mi esposo, Carmelo Sandoval. Han concluido que fue un suicidio, pero sé que mi marido no tenía ningún motivo para quitarse la vida.
–¿Por qué la policía piensa que fué un suicidio?
–Lo encontraron con una pistola en la mano.
–Entonces, señora, concluyo que sí fue un suicidio.
–¡No! –insistió ella–. No tenía ningún motivo; las cosas le iban mejor que nunca. Es más, estábamos planeando un viaje por nuestros treinta años de matrimonio. Por favor, ayúdeme. Le pagaré el doble de sus honorarios si así lo desea.
–No es necesario –se frotó las manos–. Le ayudaré con su caso.
–Gracias –bajó la cabeza.
–Ahora, dígame: ¿Sabe de alguien que haya querido hacerle daño?
Se quedó pensativa. Ensegida hizo ademán de decir algo, pero cerró la boca al instante. Segundos después, habló:
–Sí. Pedro Guzmán, su mejor amigo. Quisieron montar un negocio juntos. Al final mi esposo se quedó con la idea y formó la empresa junto con su hermano Ricardo, excluyendo a Guzmán, que se volvió loco de ira. Lo último que le dijo fue que se iba a arrepentir. Por lo que sé, Guzmán sacó adelante otro negocio con el que también se hizo rico, pero siempre le guardó rencor a Carmelo.
–¿Tiene donde ubicar a Guzmán?
–Sí, aquí está su dirección –le entregó un papel.
Esa misma tarde, Letur se acercó a la casa de Pedro Guzmán, dispuesto a hacerle algunas preguntas acerca de Sandoval. Antes de abandonar su despacho, alguien coló una nota por debajo de su puerta. En ella leyó: «No sigas con este caso o sufrirás las consecuencias». El detective analizó el escrito un tanto confundido, pues nunca había recibido ese tipo de mensajes.
Al llegar donde Guzmán, se encontró con una casa grande y bonita. Letur tocó el timbre. Le abrió una jovencita del servicio, que le hizo esperar en la calle hasta que le abrió la puerta nuevamente.
–Sígame.
La muchacha lo condujo hasta una habitación un tanto apartada. Allí se encontró con un hombre de mediana edad.
–Juan Letur... ¿No es así? Soy Pedro Guzmán. Dígame, ¿a qué debo su visita? –le preguntó con cierto aire de diversión.
–Me gustaría conversar con usted acerca de Carmelo Sandoval.
–Ah, esa rata inmunda... No me sorprende que se haya suicidado –comentó fríamente.– Si viene a hablar sobre él, le pido que se retire.
A la mañana siguiente Letur se encontraba en su mesa de trabajo frente al ordenador, en donde buscaba información mientras tomaba una taza de café. De pronto le llegó un correo electrónico de la señora Landino. María le anunciaba que había encontrado el diario de su esposo. En él, Carmelo había escrito que temía por su vida, ya que su hermano y su enemigo, Pedro Guzmán, pretendían unir sus empresas, lo que no podrían hacer sin la autorización de Sandoval, que se negó a ello en rotundo. En aquellas páginas revelaba que ambos le amenazaban para que aceptara de inmediato.
Juan se recostó en el respaldo de su silla y sonrió; el caso estaba resuelto. Gracias al diario, tenía a los posibles asesinos.
Minutos después le llegó otro correo a la bandeja de entrada, esta vez era de un usuario desconocido. Traía una foto adjunta y un mensaje que decía:
«Eso le pasa por soplona. El siguiente serás tú».
La foto mostraba el cuerpo sin vida de María Landino. Letur dejó caer el café sobre la mesa, empapando el escritorio. Segundos después oyó cómo tocaban a su puerta.
–No nos digas que no te lo advertimos, detective –era Guzmán.
–Ahora que tenemos un nuevo negocio que manejar, debemos evitar cualquier obstáculo –habló una segunda persona–. Las cosas te hubieran ido mejor si no hubieras aceptado el caso de mi hermano.