V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

La parada del metro

Rosario Fuster, 16 años

                 Colegio Altaviana (Valencia)  

Entró por la puerta de la discoteca con un vestido hasta las rodilla, sin escote y casi sin maquillaje. Las demás chicas iban con minifaldas o shorts que parecían cinturones, de lo cortos que eran, y sus rostros estaban pintados más que los de los payasos.

Se sentó en la barra, pidió una tónica, sacó una libreta dorada, destapó un bolígrafo y se puso a escribir. Nunca había estado en ese ambiente, así que pensó que le proporcionaría otro tipo de inspiración de la que ya conocía.

La gente la observaba, porque era extraño, en un lugar con música, para bailar, toparse con una chica que prefiriera sentarse a escribir. Al rato se le acercó un chico que, por lo que aparentaba, no estaba borracho. La saludó y entablaron una conversación.

-¿Cómo te llamas? –le preguntó él con una simpática sonrisa

-Lidia. ¿Y, tu?

-Soy Alan –le volvió a sonreír-. ¿Por qué no bailas?

- Porque no me interesa –le respondió algo antipática.

-¿Bailarías conmigo?

Lidia no tuvo valor para decirle que no. Se fueron a mitad de la pita y mientras se movían al ritmo de la música, comenzaron a charlar de las aficiones de cada uno, los lugares a los que les gustaban ir... Alrededor de la una, Alan se tuvo que ir, y como la casa de Lidia le quedaba de camino, fueron juntos hasta la parada del metro. Allí se intercambiaron los números del móvil y se despidieron con dos besos.

Días después, Lidia recibió en clase de Filosofía un “sms” de Alan:

“¿Qué tal estás? ¿Te gustaría venir esta tarde al cine y después a cenar?”

Ella se sorprendió, porque creyó que no volvería a verlo. Se le dibujó una sonrisa interior que le duró todo el día.

A las ocho vieron una comedia. Se rieron hasta llorar y después cenaron en un restaurante chino; no era un lugar muy romántico, pero lo pasaron bien.

Desde esa noche, Alan no se separaba de Lidia. Iban juntos a hacer lo recados, a bailar, al metro... Pero se sabían sólo amigos. Es decir, se estaban enamorando. Él la dibujaba en láminas enormes y ella lo plasmaba en sus relatos.

A pesar de pasar tanto tiempo juntos, ninguno se animaba a dar el primer paso. Eran demasiado tímidos. Pero una tarde se encontraron en un bar por casualidad. Lidia estaba hablando por teléfono. Alan se acercó por detrás y le tapó los ojos: “¿Quién soy?”

No tuvo tiempo para responderle. Él se adelantó y la besó.

Alan había dejado la timidez sentada en la estación de metro.