XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

La Perla 

Almudena Ros, 16 años

Colegio Senara

El pequeño barco pesquero se balanceaba suavemente al ritmo de la marea. Las olas lo movían de un lado a otro. De pronto, una gaviota se posó en lo alto de la vela y se mantuvo quieta, mirando hacia la enormidad del mar. Segundos después, descendió en picado hacia el agua tras una presa. 

Todo esto lo observaba Enzo. Y es que ese barco le evocaba a La Perla.

«¿Te acuerdas, papá? Era marrón, como ese», lo señaló con el índice de la mano derecha. «La madera estaba un poco vieja y llevaba muchos moluscos pegados en la proa. Pero a mí me gustaba». Suspiró y apoyó la cabeza en las rodillas. «Me prometiste llevarme contigo. Íbamos a surcar todos los mares. Me dijiste que nos alimentaríamos de mejillones y que no iría a la escuela. Iba a ser una aventura perfecta». Una sonrisa nostálgica afloró en su rostro. «Convenceríamos a mamá para que nos acompañase. Ella se encargaría de contarnos historias de piratas y de protegernos en las noches de tormenta. Navegaríamos juntos, los tres». 

En sus ojos grises se reflejaba la luz del atardecer, a la vez que la ilusión iba creciendo en su interior al imaginarse aquella travesía. En la mente se le mezclaban naufragios, garfios, tesoros escondidos y calamares gigantes. Se supo capitán del gran navío. Era tal su emoción, que no se dio cuenta de que había anochecido. Fue una suave brisa la que consiguió sacarle de sus ensoñaciones.

Una mujer joven de ojos grises observaba al niño desde una terraza que daba a la playa. Su mirada era triste, estaba vacía. Al mirar a su hijo, le veía a él: alto, un poco grandullón y con ese constante olor a pescado del que tantas veces ella se había quejado. ¡Cuánto lo echaba de menos! Extrañaba su barba de varios días, que le pinchaba cuando le besaba, su voz ronca de tanto fumar y sus grandes manos, fuertes para portar pesadas cargas y delicadas para coser las redes. Añoraba aquellos amaneceres en los que se despertaba para abrazarlo cuando él regresaba de una larga noche de faena. Y es que aún creía que iba a encontrárselo en la orilla desenredando los aparejos, riéndose porque Enzo y su esposa creían que los había abandonado… Él nunca haría algo así. 

No se fue en La Perla en busca de aventuras, como acostumbraba a pensar su hijo. La barca era una cama de sábanas blancas y lo que la amarraba a tierra no era un ancla, sino unos cables conectados a una máquina. Y no fue un calamar gigante quien anunció su final, sino un pitido constante prendido a una línea luminosa que parecía no tener fin. 

A ella se le escapó una lágrima al tiempo que un recuerdo le venía a la memoria: los bailes en la playa al anochecer. Aquel último baile en la habitación del hospital. 

Se enjuagó las lágrimas, desechó los recuerdos tristes y guardó los buenos antes de avisar a su hijo:

—Enzo, a cenar.

Y mientras veía al pequeño correr hacia la casa, supo que su querido Joan vivía aventuras en un lugar mucho más bello, a bordo de La Perla.