VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

La persecución

Alberto Delgado, 16 años

                  Colegio Altocastillo (Jaén)  

Carlos estaba empezando a agobiarse. Aquel hombre le perseguía desde que salió de la tienda de videojuegos. Y aunque él era un chico fornido y de gran estatura para su edad, no se atrevía a encararse con él, ya que también era alto, ancho de hombros y de fuerte constitución. Vestía unos pantalones color beige, una trenca negra y ocultaba su rostro con unas enormes gafas de sol, una bufanda y un oscuro sombrero.

-No me está siguiendo… -se decía Carlos una y otra vez, para tratar engañarse a sí mismo.

Sabía que no era una mera coincidencia que aquel hombre llevase su misma ruta durante la última media hora. Fue entonces cuando decidió que lo más sensato sería darle esquinazo. El problema era el cómo hacerlo. Cualquier otro día hubiera salido corriendo, pero no se había recuperado de una lesión que sufrió jugando al fútbol. El médico le tenía prohibido correr hasta que concluyese los tres meses de rehabilitación.

-¿Y si entro en una tienda y espero a que se vaya? -se propuso, pero enseguida se contradijo-. No. Seguro que me esperará a la salida; lo único que conseguiré es perder tiempo... ¿Y si llamo a un taxi? No, tardará mucho en llegar…

Mientras decidía, se dio cuenta de que eran más de las siete y cuarto de la tarde. Había quedado a las siete para verse con María, su novia ¿Qué iba a decirle?, ¿que un hombre le había estado persiguiendo y no quería ir a la cita hasta desprenderse de él?. Sonaba a una excusa patética que le haría enfadarse más de lo que ya estaría de por sí. Resolvió enviarle un mensaje al móvil para disculparse.

Entre tanto, aquel hombre seguía detrás de él. Carlos no quería mirarle descaradamente, por lo que se fijaba en los espejos retrovisores de los coches aparcados, en los cuales distinguía la silueta de “su sombra”, pues fue ese el nombre que decidió darle a su perseguidor.

El extraño aceleró el paso. Carlos decidió apretar la marcha también para mantener la distancia que los separaba. Para su desgracia, a los pocos minutos empezó a sentir un dolor intenso en la pierna.

-¡Lo que faltaba!- se maldijo en voz baja.

En aquellas condiciones no sería capaz de continuar por mucho más tiempo. ¿Qué podía hacer? Por lo pronto, llegó al final de la avenida y decidió, al azar, girar a la calle de la izquierda. De pronto, a lo lejos divisó algo que le llenó de esperanza: una boca del metro.

Entraría en el metro, especialmente concurrido a esas horas. Pero entonces reconoció en la lejanía a María. ¿Qué iba a decirle? “Ese hombre lleva más de una hora detrás de mí...” Acaso era una buena idea. Entonces cayó en la cuenta de que si la saludaba, la involucraría en la persecución. No lo dudó: no debía dejar que ella lo viese, no hasta que se hubiese librado de “su sombra”.

Con estos oscuros pensamientos, había dejado de mirar a los retrovisores para medir a qué distancia se encontraba aquel extraño. ¡Estaba pisándoles los talones! Se dio entonces cuenta de que estaba empapado en sudor. Se le intesificó el dolor de la pierna, hasta hacerse insoportable. Entonces alzó la mirada para ver a María, y con pánico vio cómo su novia bajaba las escaleras del metro.

Carlos se encontraba ante un dilema: ¿Debía velar por su pierna, que a voces pedía que dejase de caminar?... ¿O seguir recto y así evitar involucrar a María? Era consciente de que cada segundo era vital para él y para la chica.

Apenas veinte pasos le separaban de la entrada al metro y debía tomar una decisión.

-¿Qué hago? -se preguntaba mordiéndose el labio.

El extraño, consciente de su dilema, sonreía.

Carlos giró sobre sus talones y continuó andando por la calle, alejándose del metro. No podía involucrar a María, su único amor a pesar de ser solo un adolescente. No era tan egoísta. Miró a su alrededor y vio a la gente, aparentemente ajena a todo lo que le estaba sucediendo.

Se sintió con fuerzas repentinas para encarar sus miedos. Armándose de valor se detuvo, dio la vuelta y observó a “su sombra”, que se había liberado de aquellas gafas que ocultaban sus penetrantes ojos. Carlos tragó saliva y le preguntó con voz temblorosa:

-¿Qué quieres?