XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

La Princesa del Hielo 

Mario Martínez de Butrón, 17 años

          Colegio Munabe (Vizcaya)  

Todo lo impregnaba un insoportable olor a desinfectante. Había una camilla y distinguía los pitidos acompasados de una máquina que también emitía un zumbido eléctrico… No pudo contener un grito al despertar en su butaca. Con la respiración entrecortada y bañado en un sudor frío, se dio cuenta de que había sido una pesadilla, la misma que llevaba veinte años atormentándole. Sin embargo, su alivio duró poco, ya que se fijó en el reloj de la chimenea, que marcaba las siete de la tarde: ¡llegaba tarde a su cita!

Por suerte, su abrigo estaba junto a la puerta. Al salir al exterior entrecerró los ojos, cegado por los últimos rayos del sol reflejados en la nieve. Su casa era la única en aquel páramo helado e inhóspito. Si bien le habían dicho que era una locura que viviese solo en semejante lugar, no estaba dispuesto a abandonarla. No mientras pudiese mantener su última promesa, el juramento que le susurró al oído sobre una camilla de hospital.

La capa de nieve era muy espesa, pero aun así no le costó encontrar el camino que ascendía por una loma, pues llevaba veinte años haciendo el mismo recorrido. Aquel día le apretaba la prisa para llegar a su cita diaria. Desde que la conoció, hacía casi medio siglo, su señora le exigía puntualidad.

El ascenso no era muy pronunciado, pero ya no tenía la vitalidad de cuando se mudó a la cabaña, y sus piernas, ateridas de frío, se negaban a ir más rápido. Pero sabía que ella dependía de él, que le necesitaba. Y él a ella. Un retraso supondría que ella no pudiera sentir la brisa; que él no pudiera admirar su rostro.

Al llegar a la cima se detuvo a coger aire, y aprovechó para recordar la relación que mantenía con su esposa. Hacía cuarenta años que se habían conocido en un soleado pueblecito costero. Los veinte primeros años fueron muy felices, hasta que la salud de ella comenzó a deteriorarse. Después de visitar a todos los médicos de la ciudad, se mudaron al Norte, donde durante otros veinte años él había cumplido su juramento. Y ella se había convertido en la Princesa del Hielo.

La nieve a sus pies estaba suelta de ser removida a diario. Empezó a separarla con sus manos enguantadas, de un modo tan cuidadoso que rayaba lo reverente. Nervioso, consultó el reloj y por fin pudo relajarse al ver que llegaba a tiempo. Cuando la fosa tenía ya una profundidad cercana a los veinte centímetros, una superficie plana, alargada y oscura comenzó a verse entre el hielo.

Levantó la tapa y se encontró una vez más con la Princesa del Hielo. Su piel de porcelana contrastaba con su vestido esmeralda. Llevaba la cabellera rubia cuidadosamente peinada y sonreía levemente.

—Sigo cumpliendo, mi princesa —dijo con voz queda y entrecortada—. Nunca me separaré de tu lado.

Ella no parpadeó ante la repentina luz, ni sonrió ante su fiel enamorado, ni sus párpados se abrieron ante la repentina luz. Como cada día en los últimos veinte años, él apenas pudo contener el llanto ante el féretro de su Princesa, que estaba coronada de escarcha.