XXI Edición
Curso 2024 - 2025
La prisión
Íñigo Buxens, 14 años
Colegio El Prado (Madrid)
Ocurrió el 11 de octubre de 1986, en la Prisión de Insein, cerca de Rangún, antigua capital de lo que por entonces se conocía por Birmania.
Aunque le fallaban las piernas a causa del tiempo que llevaba encerrado, no podía parar de correr. El corazón se le salía del pecho, devorado por la falta de aire, el calor, la humedad y los nervios.
Hacía más de año y medio que se preparaba para recuperar la libertad, que el régimen militar del general Ne Win le había arrebatado. Lucio corría a su lado, tan agitado como él. Se había convertido en su mejor amigo desde que empezaran a compartir celda.
El bochorno de aquella noche era sofocante, impregnado por la densidad de la vegetación. Olía a tierra mojada y a hojas podridas, que formaban en el suelo una alfombra blanda. Aquella temporada el monzón había azotado con una furia inusitada la región, formando charcos y barrizales que ambos presos atravesaban a toda velocidad. Los insectos resonaban con toda clase de cantos y las hormigas rojas avanzaban en hileras perfectamente diseñadas, como si quisieran mostrarles el camino.
Después de unos minutos de carrera divisaron a lo lejos, entre las ramas, un campo de arroz. Detrás estaba la muralla que les separaba de la libertad. Los haces de luz de la torre de vigilancia barrían el arrozal.
–¡Al suelo! –ordenó Lucio al ver que se les acercaba el foco.
Una vez pasó de largo, les costó ponerse en pie. Cada zancada suponía una prueba para sus piernas, castigadas a causa de la única comida diaria que les servían en prisión.
–¡Vamos, vamos! –se animaban en susurros el uno al otro.
Tal y como les habían prometido, tras dos higueras de bengala, entre unos matorrales, hallaron una escalera. Aung Zaw, uno de los carceleros, se la había preparado a cambio de setenta y cinco mil kyats.
La tomaron en vilo. Se encontraban apenas a cien metros de la libertad. Con emoción la apoyaron contra la muralla y se dispusieron a ascender. Pero, de repente, escucharon una voz que venía de la torre de vigilancia:
—¡Alto!
Asustados, continuaron subiendo peldaño tras peldaño, hasta que el potente foco los deslumbró. Tras un disparo, Lucio cayó a plomo. A él solo le quedaba rebasar un último travesaño. Consumido por el desgarro de dejar a su amigo atrás, se encaramó en la muralla y saltó. Cuando se recompuso de la caída, alzó los ojos, Un rifle le apuntaba desde corta distancia.