X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

La rebelión de las gaviotas

Inés Jordán, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Nuestra vida había sido perfecta hasta hace unos meses. Siempre conseguíamos engañar a los humanos para que nos diesen comida, sobre todo a los extranjeros. Pero hace poco colocaron un cartel en todas las playas:

“Prohibido alimentar a las gaviotas.

Please, don’t feed the gulls”.

Desde entonces, sólo algún turista despistado nos echa comida, comida que no es suficiente para alimentar a toda la comunidad de gaviotas que vivimos en Saint Ives, un pequeño pueblo de Cornualles, en la costa sur-oeste de Inglaterra.

Por eso el otro día, la más sabia y vieja de todas nosotras -tiene casi veinticinco años- convocó una reunión del Consejo de Gaviotas. Nos juntamos en la playa, de madrugada y empezamos a discutir. Unas estaban empeñadas en que tomásemos posesión del puesto del “Fish ‘n’ chips”, y alguna que otra afirmó que si montábamos un espectáculo los visitantes nos echarían comida. Pero estuvimos de acuerdo en que alimentarnos de las basuras sería la mejor idea.

Iniciamos “Operación basura”. Me quedé asombrada con la cantidad de comida que pueden llegar a tirar los hombres. Pero la cosa no duró mucho tiempo. A los pocos días habían colocado unas tapas en todos los cubos de detritos. Las pocas gaviotas que lograron entrar, jamás salieron de ellos.

Entonces intentamos hacer una coral. Dábamos nuestro espectáculo de graznidos a las seis de la madrugada sobre los tejados de las casas. Pero nos dimos cuenta de que las personas no saben apreciar la buena música, pues nos espantaban a tiros.

Ya no nos quedaba nada más que hacer.

Nos volvimos a reunir en asamblea. La más anciana, con voz cascada, tomó la palabra:

-Parece que los humanos se han propuesto acabar con nuestra especie. Una vez lo hemos intentado todo, la única solución que nos queda es emigrar.

Se hizo el silencio entre nosotras. Sabíamos que lo que decía era verdad, pero ninguna quería irse a un lugar desconocido. Nos gustaba nuestro pueblo y lucharíamos por permanecer en él.

Después de mucho discutir, acordamos que lo mejor sería robarles la comida a los hombres. Nuestra misión consistiría en buscar a las personas que pareciesen más distraídas o indefensas, bajar en picado y quitarles sus manjares.

Al principio todo fue bien. Nadie estaba preparado para nuestros ataques y tomábamos a la gente completamente por sorpresa. Pero pronto empezaron a ir con más cuidado. Volvió a hacerse difícil conseguir sustento.

Un día intenté arrebatar un helado a un individuo que parecía distraído, pero acabé en el hospital para gaviotas. Ahí, dos hermanas nos cuidaban a mí y a muchas otras como yo. Eran las únicas humanas que nos entendían.

Cuando me recuperé, volví con los míos. Visto lo complicado que nos habían puesto la alimentación, decidí probar con la pesca. Me costó mucho aprender. Ahora enseño a otras gaviotas.