XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

La recolecta 

Javier García Sebastián, 17 años  

Colegio Tabladilla (Sevilla) 

Una siniestra figura sobrevolaba el campo de batalla. Su toga negra contrastaba con el sol que reinaba en Waterloo. Tras recorrer el campo de batalla en círculos, se posó en una roca alta desde la que podía contemplar aquel paisaje de muerte.

Observó la refriega entre ambos ejércitos. Aunque había estado presente en otras batallas, no tenía constancia de haber visto una carnicería como aquella. Le rodeaban las detonaciones, el silbido del plomo, los gritos, las peticiones de clemencia, los estertores y las lágrimas. Tomó aire y se hincharon sus ropajes negros. Había llegado el momento de dar comienzo a su trabajo. Alzó de nuevo el vuelo y se posó en el valle para echar a caminar entre heridos y cadáveres, a quienes les robaba el alma para meterla en un saco. No diferenciaba uniformes ni banderas.

Había almas que lloraban, rogándole piedad, suplicando por una segunda oportunidad. Otras rechazaban su presencia y forcejeaban para no separarse del cuerpo, pero no tenían más remedio que aceptar su abrazo. En cambio, otras contemplaban su mirada con alivio, pues sabían que al fin podrían descansar.

La muerte continuó recogiendo almas hasta que terminó la batalla, horas más tarde. Las tropas del emperador Napoleón se retiraban al tiempo que británicos, holandeses y alemanes celebraban la ansiada victoria.

Se topó con un hombre moribundo, tendido en el suelo con los ojos cerrados. Al presentirla, los abrió; al encontrarse cara a cara con la muerte, se sobresaltó antes de suspirar con tristeza.

–Vaya... –balbuceó con dificultad. –Supongo que es el final.

Parecía que iba a decir algo más, pero comenzó a toser sangre sin poder articular palabra. La vida se le escapaba. 

Ella conocía bien a aquel individuo. Se trataba de un famoso general francés, que se había llevado por delante a muchos de los soldados cuyas almas ella portaba en el saco. A pesar del rifle que apretaba entre las manos, estaba indefenso, echo un ovillo a la espera del fin.

Sin mediar palabra, la muerte se agachó y recogió el alma del general. Cuando iba a marcharse, contempló su cadáver por última vez. El militar había muerto como había vivido: al límite, siempre dispuesto a pelear en primera línea de batalla y disfrutar aplastando a sus enemigos.

Pero por una vez él había sido aplastado. Y no tenía oportunidad de volver a luchar.

<<Estos humanos –pensó la muerte– fuerzan mi llegada con batallas y guerras, sin atenerse a las consecuencias>>.

Con una sonrisa desencantada la muerte se elevó hacia el cielo. La luna iluminó el saco repleto. A la mañana siguiente continuaría la recolecta.