VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

La secta

Jorge García Martínez, 14 años

                  Colegio San Agustín (Madrid)  

No era más que un simple y anónimo personaje, uno de tantos, como un extra en una película. Nunca hizo nada digno de recordar ni llevó una existencia feliz. Su vida carecía de sentido; tras una larga y tediosa jornada, en un trabajo sin futuro con el que a duras penas podía vivir, llegaba a un piso sucio y pequeño, donde tan sólo le esperaba el silencio (su mujer le había dejado hacía dos años por un hombre más rico y más guapo). Después se preparaba una cena precocinada en el microondas y se tiraba a ver una película en el sofá, la que pusieran, pues no tenía DVD. O bajaba al bar a ahogar las penas en alcohol. Esa era su rutina, todos los días lo mismo, y la vivía como un mal sueño del que no acababa de despertar.

Ya no tenía fe de ninguna clase. No creía en nada de lo que le habían enseñado sus padres, las monjas del colegio, el párroco… Aquel fervor de los días de la feliz juventud se había esfumado, dejando en su lugar un gran vacío.

Por todo lo dicho, no pudo resistirse cuando, de casualidad, encontró aquel folleto en la ventanilla de un coche. Anunciaba una conferencia de alguien, cuyo nombre, seguramente falso, no importa; llamémosle, pues, Líder. El panfleto rezaba varias preguntas trascendentales: “¿Existe Dios?” “¿Hay una razón por la que vivir?”... Sin embargo, una frase le llamó especialmente la atención: “Déle sentido a su vida”. Durante varios días la tuvo en la cabeza, y, finalmente, se decidió a ir a la conferencia.

Aquel día fue el más extraño que jamás había experimentado. El Líder habló maravillosamente y consiguió convencerle. Después, un hombre se le acercó. Le preguntó por su opinión sobre el conferenciante. La conversación fue por otros derroteros y acabó entre cañas, en un bar cercano.

Le contó que vivía con un grupo de amigos, seguidores del líder, que era muy feliz así. Borracho a causa de la cerveza, nuestro personaje le habló de su desgraciada existencia. Tras escucharle, su nuevo amigo le invitó a acercarse por un local que tenían a pasar una tarde.

No se lo pensó dos veces y allí el desconocido le presentó a varios amigos suyos, muy agradables. Esa tarde de verdad integrado y querido. Así que empezó a ir por allí. Nunca le recibieron con malas caras, todo era genial. Se documentó sobre el líder, leyó sobre él. Su mensaje le caló profundamente. De vez en cuando, en el local, veían vídeos de su predicación. Adoraba esos momentos. Por fin, su vida empezaba a tener sentido.

Sin embargo, un día, al llegar allí, su amigo parecía algo molesto y los demás se mostraron esquivos con él. Al notarlo, preguntó, consternado, qué ocurría. Para gran sorpresa, su nuevo amigo le confesó que todos se sentían algo incómodos por la asiduidad con la que visitaba el local. Con gran tristeza, prometió que no volvería por allí. Su amigo, rápidamente, le aseguró que no se trataba de eso. Entonces ocurrió algo que nunca olvidaría porque le pidió que se uniera definitivamente a ellos. Apenas tuvo que pensárselo. La semana siguiente participó en el rito de iniciación y preparó sus cosas para vivir con ellos. Al fin, tenía una familia.

No tardó en comprender que si el infierno existía, tendría que ser aquello. Había entrado de cabeza en el abismo y no sabía como escaparse.

Los primeros días todo había sido igual, e incluso mejor que antes. Le trataban como a un dios. Pero luego, empezaron a presionarle para que donara su fortuna “a la hermandad”. Cuando obedeció, entendío por qué le trataban tan bien, ya que acto seguido empezaron a ignorarle e incluso, maltratarle. Todo era una gran mentira. Su fe en el líder y en los hermanos se desvaneció. Trató de huir, pero le dejaron claro que no iba a lograrlo. Además, ya no tenía dinero ni trabajo. Si abandonaba la secta, no tendría de qué vivir. Pero lo peor estaba por caer.

Al cabo de unos meses, le destinaron a Venezuela. Una vez allí, le llevaron a un pequeño recinto cerca de la capital. Como toda pertenencia le dieron una litera y una muda. Cada día, después de dormir apenas seis horas, tomaba un plato de gachas y se iba a trabajar a un quiosco callejero de flores. En todo momento le vigilaba un hombre armado. Resistirse, le costó varias palizas. Los malos tratos y la falta de sueño y comida fueron, poco a poco, debilitándole, dejándole sin ganas de escapar.

Pero un día de lluvia se le presentó una oportunidad perfecta. Estaba en el mostrador del quiosco y vio -al fondo del callejón, que daba a una de las calles más importantes de la ciudad- a un policía de tráfico. Su vigilante se había quedado dormido. ¡Perfecto!. Si llegaba hasta el agente podría contárselo todo y olvidar su horrible destino.

Salió del quiosco, pero tropezó con una planta y el macetero se rompió con estruendo. Echó una mirada atrás y vio como su vigilante se despertaba de golpe. Echó a correr por el callejón. Ya estaba casi en la salida cuando oyó los disparos. Cayó al suelo. Poco a poco se le nublaba la vista. Pero pudo ver al policía saltar sobre el vigilante.

Después, todo se volvió negro.