XVII Edición
Curso 2020 - 2021
La soledad del pianista
Ainhoa Álvarez Gómez, 16 años
Colegio Senara (Madrid)
Como era costumbre, en cuanto David volvió a su casa desde la universidad abrió la nevera, cogió un tupper repleto de comida, lo calentó en el microondas y se dispuso a comer la pasta que su madre le había preparado.
Se sentó en el sofá y encendió el televisor. Era consciente de que tenía mucho estudio atrasado, pero prefirió tomarse una hora de descanso. Mientras decidía qué serie ver, comenzó a sonar una pieza de música clásica. Extrañado, intento averiguar de dónde provenía, pero poco después dejó de escucharla.
Al mediodía siguiente realizó exactamente lo mismo que en el anterior. Tenía olvidada melodía hasta que se sentó en el salón, pues volvió a escucharla. Esta situación se repitió a lo largo de dos semanas. Cada vez le picaba más la curiosidad; estaba convencido de que detrás de aquellas notas se encontraba alguna persona que vivía en su mismo edificio.
En cuanto la música volvió a sonar, David se asomó a una ventana. Al elevar la vista encontró de cuál era su origen. Tuvo la ocurrencia de dejar en la puerta de aquel vecino una nota:
<<Querido vecino, durante días he tenido el gusto de oír su música. Como solo la escucho interpretada al piano, he deducido que es usted quien la toca. De ser así, me gustaría que me lo confirmara. Muchas gracias. David, el del 3º B>>.
David no conocía a aquella persona. Debía ser nueva en el edificio. Empezó a darle vueltas a cuál podría ser su aspecto y sus intenciones. Se preguntó si sería joven, si sería amable, si lo de la música sería una mera afición y, sobre todo, cuál era la razón que le hacía tocar todos los días a la misma hora y la misma canción.
Al día siguiente, nada más levantarse, corrió a la puerta para comprobar si el vecino le había contestado con otra nota. Para su sorpresa, había un folio con un mensaje escrito:
<<Buenas tardes, David. Gracias por apreciar mi música. Tu vecino de arriba>>.
Se quedó perplejo ante la brevedad del texto. Comprendió que se había fabricado unas expectativas demasiado altas, y como había contestado a su misiva no podía exigirle nada más.
Pero no se conformó, así que decidió subir por la escalera para resolver el enigma personalmente.
Al llegar al descansillo tomó aire y llamó al timbre. Nadie acudió a abrir la puerta. Decidió intentarlo una vez más... Tocó por tercera vez, aunque tampoco hubo suerte. No obstante, cómo David era muy previsor, había preparado una nueva nota en la que le proponía la posibilidad de conocerse en el portal a las cinco de la tarde del jueves. Dejó la cuartilla sobre el felpudo y esperó en los primeros peldaños por si la puerta se abría, pero enseguida perdió la esperanza y volvió a su casa.
Llegó la fecha y la hora señalada. David, ansioso, bajó al portal, donde se encontró con un hombre de unos setenta años, de complexión delgada y rostro serio. Fue el muchacho quien rompió el hielo, aunque de una manera muy directa, ya que mostró su impaciencia al preguntarle un: <<¿Por qué?>>. Roberto –así se llamaba–, no pudo contenerse y rompió a llorar. Hacía mucho tiempo que vivía solo.
–Es la primera vez, en mucho tiempo, que alguien se interesa por mí.
Ni siquiera supo cómo empezar a contar su historia. David, ante esta inesperada reacción, se quedó sin saber qué decir. Sin embargo, lo abrazó con la mirada, rompiendo el hielo, así que Roberto consiguió relatarle que su mujer había fallecido, por lo que vendió su casa, que era demasiado grande para él solo, y se mudó al edificio. Antes de dicho suceso, tenía la tradición de tocar el piano después de comer, pues a ella le hacía feliz tomarse el café con aquella música.
–En su memoria toco siempre a esa hora la canción que más le gustaba. Espero no haberle molestado.
A partir de entonces hicieron una gran amistad. Y con los años, fue David quien tocó esa misma canción, siempre a la misma hora, esta vez en memoria de Roberto.