II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

La sonrisa de un anciano

Nuria Díaz, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Llovía. Grandes gotas de agua resbalaban por la ventana de la habitación donde el abuelo dormitaba, acurrucado en su silla de ruedas. Fuera se dibujaban grandes charcos de agua, mientras el cielo lloraba sobre Lima. El aire olía a lluvia y a invierno.

    El reloj de cuco, comprado en la vieja tienda de segunda mano de la esquina marcó las cinco y el anciano se desperezó con el rumor de las campanadas.

    Casi enseguida, un alegre zapateo rompió el silencio de la pequeña vivienda. Un abrir y cerrar de puertas, una respiración jadeante: Rosa había llegado del colegio. El corazón del abuelo se alborozó, como cada tarde, con la llegada de su nieta.

     -¡Hola, abuelo! ¿Cómo has pasado hoy el día?- y siguió hablando y hablando hasta que el abuelo consiguió interrumpirle con su voz cascada.

     -Rosita, la vecina, que Dios la bendiga, te ha preparado un poco de pan con manteca

     -¿Ha llegado carta de mamá?

     -No, pequeña.

     El abuelo siempre temía esa pregunta. Sabía que algún día llegaría una carta distinta a las demás, que la niña tendría entonces que marcharse y que a él se le partiría el corazón. No en vano, pensó, su nuera se había marchado al otro lado del Atlántico con la esperanza de encontrar un futuro mejor, hacía ya tres años. Su destino: España. No recordaba el nombre de los señores para los que ella trabajaba.

     Las ruedas de la silla chirriaron cuando se acercó al ventanuco. No quería pensar en ello. Sabía cuánto echaba de menos la niña a su madre, cómo había llorado cuando ella se fue, con qué emoción hablaba con ella por teléfono las pocas veces que podían permitírselo, como le escribía cada mes con la letra grande y desigual de quien todavía sueña con el país de las Hadas.

     Rosi se le acercó en silencio y se sentó a su lado, en el suelo, apoyando la cabeza en la manta escocesa, raída y deshilachada que cubría sus rodillas, y, como cada tarde, le pidió un cuento. El abuelo era un pozo de mil historias con las que abandonaban la vieja y despintada habitación para embarcarse rumbo las montañas de Colorado, las doradas pirámides de Gizeh o a los cálidos mares de Australia.

***

    Cada noche, se acercaba el abuelo a la ventana. Y solo, como tantas veces lo había estado durante su vida, miraba a la luna y las estrellas. Con la oscuridad como única compañía, pensaba durante horas. La niña le había devuelto la alegría que perdió hacía años, después de aquel fatídico accidente. Su mujer murió en el acto. Su hijo, desde la cama del hospital, luchó por la vida que se le escapaba hasta que él le cerró los ojos para siempre. Pablo y Emilia se habían ido, y los libros se volvieron su única compañía.

    Pero los ojos de Pablo le volvieron a mirar desde la cara infantil de una niña. Tan verdes y profundos como el estanque del parque Las Acacias, en el centro de Lima, donde solían pasear él con su mujer y llegaban a olvidarse de la barriada donde se amontonaban las viviendas de los que solo podían permitirse vivir en uno de los barrios más pobres de la ciudad.

Los mismos ojos. Y se negó a ver a la niña. Él estaba anclado en el pasado, esa niña era el futuro. Su nuera se fue, dejando a Rosa a su cuidado. Y ella ganó el corazón, que se había vuelto de piedra con los años.

***

    -Ha llegado una carta de tu madre – la voz del abuelo temblaba.

     Vio la alegría de la niña. Sonrió, pero las lágrimas asomaron a sus ojos y notó que el corazón se le partía. Había llegado el momento. Se dio cuenta de que, aunque solo fuera por Rosa, debía mostrarse alegre. Al fin y al cabo, allí estaría con su madre. Era lo mejor para la niña.

     Se retiró a la ventana. Notaba la soledad, volviéndole a cercar por todas partes. No había acabado de leer la carta, pero cada palabra se le había clavado en el alma.

     -¡Abuelo! Al fin podré ver a mamá...

     Rosa calló. Vio que el abuelo trataba de contener su pena, sonriéndole.

     El abuelo la miró y vio en sus ojos los de Pablo y en su sonrisa, la ilusión.

     -Te echaré de menos, Rosi.

     -Y yo a ti, abuelo.

    Aumentó el ruido de los motores. El avión despegó. Rosa miraba por la ventanilla. “Mamá, ya vengo a verte”. Sin embargo, una lágrima y otra le resbalaron por la mejilla. Una vez lloró por alguien que se había ido. Ahora era ella la que se iba, y también dejaba a alguien atrás. En su interior se mezclaban la alegría y el dolor. “¿Volveré a verte, abuelito? Sé que mamá te enviará un visado en cuanto pueda. No tardarás mucho en venir con nosotros, y entonces nadie quedará atrás”.

    El avión se perdió por las nubes. “Abuelito, ¿volveré a escuchar tus cuentos...? ¿Seguirás asomándote a la ventana todas las noches? ¿Volverás a estar conmigo? Quién sabe...” Rosa apretó fuertemente la carta de su madre y una sonrisa se dibujó en su rostro. Una nueva vida se abría ante ella.