XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

La suegra 

Carla Alonso, 14 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga)

En los bancos estaban nuestros invitados y en el altar mi prometida y yo, a la espera de que llegara el sacerdote que nos iba a casar. Cuando este subió desde la sacristía al altar, un suspiro de sorpresa recorrió el templo. Sofía y yo nos miramos; no podía ser verdad. Solo pude pensar en una persona: mi suegra. 

Unos cuantos testigos acudieron en su ayuda, pues el sacerdote se había resbalado en uno de los escalones, y se había caído para atrás. Alguien había puesto un chorro de jabón líquido a modo de trampa y, por desgraciada, el buen hombre se había roto una costilla. La boda no se pudo llevar a cabo, pues estábamos en Noia, una aldea a las afueras de Santiago de Compostela que solo contaba con un cura, que en esos momentos iba camino del hospital retorciéndose de dolor.

Sofía, tan positiva como siempre, pensó en una solución:

–Aunque tengamos que aplazar la ceremonia, celebraremos el banquete. Seguro que la comida está preparada. 

Asentí, lo anuncié desde el púlpito y todos nos dirigimos al restaurante que teníamos reservado. Apenas pusimos un pie en el local, los camareros empezaron a servir el aperitivo. Un rato después apareció el coordinador para decirme que ya habían terminado con su trabajo, según lo encargado. 

–Pero faltan el menú y el postre –le dije. 

–Disculpe, señor, pero solo habían encargado un aperitivo –me confirmó

Sólo puede pensar en una persona: mi suegra.

Con el dolor de nuestro corazón, tuvimos que despedir hambrientos a los invitados. Muchos de ellos se fueron enfadados. 

Sofía y yo nos habíamos conocido en Valencia, durante unas vacaciones. El día que me presentó a sus padres quise darles una buena impresión, pero antes de que entrara en su casa, Elisa, la madre de Sofía, ya me había tachado con una cruz. Su hija había tenido un novio antes de que yo apareciera en su vida, que le había hecho sufrir de manera indecible, y su madre no quería, por nada del mundo, que se repitiera aquella situación.

Aunque cada día estábamos más unidos, Elisa se me mostraba más fría y mal encarada. Ella no quería creerme cada vez que le decía que nunca iba a jugar con los sentimientos de Sofía.

Estaba convencido de que fue Elisa la que quiso que no pudiera celebrarse nuestro enlace, y que cada uno de los golpes que recibimos el día más importante de nuestra vida formaba parte de su plan para impedir nuestra felicidad. Tenía que hablar seriamente con ella. 

Una vez me senté con mi suegra en el salón de su casa, se lo pregunté sin más rodeos:

–¿Por qué has saboteado nuestra boda? 

Ella me miró con sorpresa.

–Nunca quise que la boda de mi hija fuera un desastre, pero desde muy pequeña aprendí a no fiarme de la gente. Me han engañado muchas veces, compréndelo, y me he dejado llevar por el miedo de que puedas romper el corazón de Sofía. 

–¿Y qué has ganado con el daño que nos has hecho?

–Quería proteger a Sofía, insisto –bajó la cabeza–. Pero veo que no ha sido la mejor manera de hacerlo.

Un año más tarde, después de darle muchos motivos para que se fiara de la rectitud de mis disposiciones, por fin nos casamos. Fue una boda mejor organizada que aquel primer intento, ya que no hubo nadie de por medio que manipulara las cosas