V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

La sustituta de matemáticas

Marta Echániz, 15 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

Me mordí el labio inferior, preocupada.

Desde que ella había llegado, lo frecuente era que reinara un absoluto caos en toda la clase. Era deprimente ver como mis compañeras se pasaban el día haciendo el ganso e ignorando a la sustituta, aprovechando su falta de mano firme y de carácter.

¿Que quién soy yo? Considérame un fantasma que pasa desapercibido y del cual se desconoce hasta su mera existencia... No, sólo estaba bromeando. Aunque, la verdad, no me alejo mucho de esa fantasía, ya que ni la mitad del profesorado conoce mi nombre. Soy “una alumna del montón”. Raramente alguna profesora se dirige a mí sin haber requerido la atención de otras cinco alumnas antes que a mí.

Me llamo Claudia.

—¡Claudia! —exclamó con fiereza mi compañera, Sonia, presa de excitación —Nos toca clase con “La Tiesa”. Date prisa, que sino te vas a perder el numerito.

Caminé insegura por el pasillo hasta llegar al aula. “La Tiesa” era la sustituta de matemáticas, la que no podía defenderse de unos monstruos adolescentes, de nosotras. Para colmo, en su primera semana se había ganado un mote que le iba que ni pintado. Micaela (es así como se llama la sustituta) andaba de forma torpe, dando traspiés y con la punta de sus zapatos hacia dentro. Además, tenía la espalda ligeramente inclinada hacia atrás y sus brazos, rígidos, los mantenía pegados a su enclenque cuerpo, como si fuese un militar que desfila. Utilizaba tacones para parecer más alta. Necesitaba agacharse para surcar el umbral de la puerta. En conclusión: caminaba peor que un borracho haciendo eses.

Por eso le llamaban “La Tiesa”, porque se tambaleaba sin equilibrio.

Observé resignada como dos de mis compañeras se lanzaban bolas mojadas de papel higiénico. Los bombardeos no sólo hacían blanco en ellas. Más de una chica tenía parte de un lanzamiento enganchado en el pelo. Las demás se refugiaban bajo los pupitres, soltando grititos.

Traté de protegerme con mis libros, no sin un bufido de protesta. Sonia me guió hasta un lugar alejado, lejos de tanto ajetreo. Me fijé en su cabello, que gracias a la peluquería había aquirido un color rubio que le hacía parecer una persona totalmente distinta.

—A ver qué cara pone “La Tiesa” —comentó con un poco de mala uva.

—Micaela, querrás decir —la corregí, cortante.

La sustituta dudó abrir la puerta, por si, como la semana anterior, le habían puesto un borrador sobre la puerta. Por fin se adentró en el aula y su expresión fue una mezcla de sorpresa y estupefacción. Sus alumnas se estaban comportando como animales salvajes.

En un vano intento por mantener el orden, se acercó a la pizarra y empezó a escribir lo que sería un ejercicio de trigonometría, antes de que una niña lanzara, con un grito de guerra, uno de esos húmedos proyectiles justo en lo que había llegado a escribir

Micaela.

Se volvió y comenzó a pedir a gritos que nos sentáramos. Se le hinchó una vena del cuello y su color de piel, habitualmente pálido y sin vida, adquirió un tono violeta. Echaba chispas.

Sólo alguna alumna se sentó en su pupitre. Esa niña era yo.Tenía los nervios a flor de piel. Mantuve la vista fija en la profesora, que me miró con extrañeza y, más tarde, con un marcado interés. Esperé pacientemente a que Sonia se sentara a mi lado, pero esperé en vano. Ella estaba demasiado ocupada gritando como una loca.

Micaela me ordenó que resolviera unos ejercicios del libro. No los hice tan bien como me esperaba, así que me explicó en donde había tenido los fallos. En aquel momento sentí una conexión con Micaela difícil de explicar. No se limitaba a una común relación entre alumno y profesor. Dirigí una larga mirada a mi alrededor, observando a las niñas, que seguían comportándose como leones enjaulados. Sentí que no formaba parte de ese mundo tan cínico. Mi balanza de justicia se inclinaba hacia la profesora, que tenían que aguantar a unas chicas maleducadas, con poca cabeza y mucha falta de respeto.

No me di cuenta de que se había acabado la clase hasta que la sustituta reclamó mi atención. Fuera del aula, Micaela me hizo la pregunta del millón:

-¿Cómo te llamas?

—Claudia —contesté con un tono neutro.

Ella sonrió aún más, naciéndole incontables arrugas en la comisura de los labios, en las mejillas y en los párpados.

Nunca más lo olvidó.