VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

La tela milagrosa

Rafael Contreras, 16 años

                  Colegio Altocastillo (Jaén)  

Era de día en la ciudad andaluza de Xauen, en el año del Señor mil quinientos ventitrés. Los vientos del Renacimiento soplaban en todo el mundo desde Italia. La Iglesia se enfrentaba contra la reforma iniciada por Lutero, un fraile de Eisleben excomulgado por el Papa León X. Sin embargo, en aquel pequeño aglomerado de casas, refugiadas entre murallas y vigiladas por el castillo de Santa Catalina, la catedral recién terminada bajo la dirección del maestro arquitecto Andrés de Vandelvira, se erguía majestuosa, como un baluarte de la unidad cristiana.

No solo por su imponente traza sino por lo que custodiaba, aquella catedral era famosa en todo el Imperio. En ella se guardaba el Santo Rostro, un trozo de tela donde el semblante de Nuestro Señor Jesucristo se había quedado impreso. Lo trajeron los cruzados a la ciudad. Todos los viernes, miles de fieles venidos de todos los confines acudían a prestar su devoción a la reliquia, convencidos de su poder por su procedencia divina.

El joven Alejandro se encontraba entre aquella gente, sobrecogido bajo la sombra del majestuoso templo. Las esculturas de los doce Apóstoles parecían mirarle directamente al fondo de su alma. Las dos torres actuaban como guardianes que preservaban el humilde tesoro. La piedra blanca brillaba al sol como un enorme diamante pulido. Las campanas tañeron, llamando a los fieles.

La fila de peregrinos de aquel viernes no era demasiado larga. Alejandro pronto consiguió entrar. Con nerviosismo, cruzó las puertas de madera, descubriendo el interior del edificio cuyas bóvedas parecían rozar el cielo. Unas columnas blancas sostenían la nave. Las cúpulas se abrían a muchos metros de altura, y el aroma del incienso impregnaba el oxígeno. En el coro, los canónigos entonaban la oración.

De pronto se escuchó un grito y, de seguido, una maldición. La quietud del templo y el sentimiento de paz en Alejandro se esfumaron.

-¡Detenedlo! -escuchó una voz- ¡Se lleva el Santo Rostro!

Vio correr a un hombre rubio de ojos claros con un marco dorado bajo el brazo. A través del vidrio, Alejandro atisvó los rasgos de un rostro humano.

Y no se lo pensó; salió tras él.

En la persecución, abandonó la catedral y siguió al ladrón sacrílego por las calles. Cada cierto tiempo, el hombre rubio miraba hacia atrás y se sorprendía de que Alejandro mantuviera el ritmo. Comenzaron a sonar las campanas arrebato, signo de que algo había ocurrido. Era día de mercado, por lo que la ciudad estaba muy concurrida.

La gente se apartaba al paso del ladrón y de Alejandro. Los que no lo hacían, eran arrollados sin piedad. Alejandro se apresuraba a saltar sobre los sorprendidos y caídos transeúntes. La persecución se prolongó durante media hora, en la que atravesaron la plaza de Santa María y el mercado, hasta llegar a las intrincadas calles de la judería.

Fue en una de estas callejas en la que el perseguido se vio atrapado. Se volvió con violencia hacia Alejandro, que se dio cuenta de que se encontraba solo, sin armas y contra un hombre mayor y más fuerte que él. El extranjero le miro con ojos fríos. Y cuando habló, lo hizo con un marcado acento del Norte de Europa:

-Lárgate a casa, muchacho. Aquí no se te ha perdido nada.

-Me temo que sí -replicó el joven con un deje de miedo en la voz.-. Vuestra Merced ha robado esa reliquia que pertenece a la ciudad. Exijo que se me devuelva.

El ladrón sonrió, aunque más que una sonrisa de alegría pareció una mueca.

-Jamás hare eso. Juré que llevaría a cabo esta misión. Vosotros, la Antigua Iglesia, estáis corrompidos. Nos llamáis herejes, pero sois vosotros los que adoráis imágenes y no tenéis en cuenta el verdadero sentido de la religión que instituyó Nuestro Señor -le espetó-. Destruiré este motivo de superstición.

Extrajo una yesca de su jubón y, con la otra mano, estrelló el marco contra el suelo, donde se hizo añicos, dejando libre el trozo de tela que se desplegó de manera sorprendente hasta formar el rostro de un hombre de barba y cabellos castaños. Antes de que Alejandro pudiera hacer nada, el ladrón empleó la yesca para hacer saltar unas chispas que prendieron la tela.

El luterano sonrió de nuevo, esta vez con oscura satisfacción, mientras las llamas lamian la efigie. Pero la sonrisa se le congelo al oír un chasquido. Un guardia los había encontrado y había clavado una flecha el corazón del ladrón, que cayó hacia atrás, inerte.

-¿Estás bien? -preguntó con preocupación el guarda.

Alejandro le miró con pesar.

-Si -dijo, pero nada tenía sentido. Habían perdido la reliquia: se había consumido entre las llamas. Ya nada importaba.

Volvió a mirar el trozo de tela, con la esperanza de conseguir ver por última vez el rostro de Cristo en ella. Y se quedó de piedra.

Estaba intacto. La sombra que en ella había le devolvía la mirada, sonriente, como si las llamas que hacía unos segundos le estaban devorando jamás hubieran existido.