I Edición
Curso 2004 - 2005
La tienda de objetos
imposibles
Carmen Camblor, 17 años
Montealto Mirasierra, (Madrid)
Cuando pienso en la Tienda, dudo si todo fue un sueño o ha ocurrido en verdad. De cualquier forma, ha cambiado mi vida, así que quiero contar lo que sé de ella y por qué la conocí.
Por aquel entonces, tenía veintiocho años, y me encargaba de la sección de cultura de un periódico de tirada nacional. Cada día llegaban a mi despacho reseñas acerca de posibles reportajes y de entrevistas interesantes o “con gancho”, como solíamos decir.
Una mañana me llegó el siguiente fax: “Tienda de Objetos Imposibles. Calle de las Botoneras, 3”. No explicaba nada más y no especificaba el nombre de la agencia que lo había enviado. Al llegar por la noche a casa, pregunté a mis padres y hermanos. Por la noche, al hablar con Juan, mi novio, también le interrogué. Nadie supo decirme nada acerca de la Tienda. El breve mensaje había logrado despertar mi curiosidad, así que decidí que la tarde siguiente la emplearía en echar un vistazo al lugar y en entrevistar al propietario. No importaba que luego no me dejaran incluir el artículo en mi sección. Quería saber.
El callejón de las Botoneras estaba enmarcado por edificios altos, viejos y de color gris, que le daban un aspecto abandonado. La calle estaba vacía; sólo pasó un niño casi rozándome con el monopatín.
El número tres no parecía ser distinto a los demás edificios. Al acercarme, comprobé que la puerta estaba abierta.
Entré en una habitación pequeña, que me recordó vagamente a la sala de espera de mi dentista. A la izquierda se alineaban sillones tapizados de azul, frente a una mesa desde la que una señora me miraba a través de sus gafas redondas. Tenía el pelo rubio teñido, y era bastante gruesa.
-Buenas tardes. Soy periodista; vengo a hacerle una entrevista y a echar un vistazo a la tienda.
-¿Es usted Leonor Rivas? -preguntó con muchísima naturalidad, sin consultar una agenda ni nada.
-Sí -respondí bastante sorprendida.
-Espérese un momento, por favor. No es a mí a quien busca -pulsó un botoncito que había en la mesa y habló-. Doctor, le están esperando -después de colgar, se dirigió a mí-. Siéntese; el doctor tardará un ratito.
Sorprendida, me senté en una de las sillas. Cada vez todo me chocaba más: la sala de espera, la recepcionista, y, sobre todo, el título de “doctor”. Aquello no parecía una tienda, por muchos objetos extravagantes que pudiera vender.
El doctor resultó ser un anciano, con la frente surcada por esas arrugas que deja la preocupación –ahora lo sé- por los demás. Sus ojos, azules y apagados, parecían mirarme con cierta sorna bienintencionada.
-Buenas tardes. Soy el doctor Faber, propietario de la Tienda. Usted ha solicitado una entrevista, ¿no es cierto?
-Encantada. En realidad, no he concertado ninguna cita...
Rápidamente le expliqué la historia del misterioso fax.
-Entiendo -dijo con una sonrisa- Sígame.
Detrás de Faber, atravesé pasillos y algunas habitaciones llenas de cajas de embalaje. “Material nuevo”, decía, volviéndose para mirarme. Y seguía, andando muy deprisa.
No sé cuánto tiempo tardamos en llegar. La Tienda era un espacio inmenso que estoy segura habría tardado años en recorrer. Arcones, estanterías, mesas y otros muebles repletos de objetos se distribuían de forma casi anárquica.
-Todas las cosas que encuentre aquí no sirven para nada. Son los Objetos Imposibles; cosas que, de forma inexplicable, no cumplían su función cuando las fabricaron, así que nos las enviaron -comenzó a andar mientras me explicaba-. Por ejemplo, aquella mesita no sostiene nada. Todo se cae. Y este tenedor no pincha nada. En aquel pliego es imposible escribir. Esta trompeta es imposible que suene.
-Y, entonces -pregunté-, ¿para qué sirven los Objetos Imposibles?¿Es ésta una tienda de bromas?¿A qué vienen el título de “doctor” y la salita de espera?¿Cómo sabían mi nombre?
Faber se llevó la mano detrás de la cabeza e hizo un gesto negativo con aire cansado.
-Usted -respondió tranquilo-, no ha venido aquí a hacer un reportaje. Usted lo que quiere es saber. Hay un Objeto Imposible que es sólo para usted; es la única para quien el objeto funcionará como si fuese normal. Cuando lo encuentre, entenderá muchas cosas. Otras, se las explicaré después con mucho gusto.
Faber se alejó y yo me quedé sola, buscando entre montones polvorientos mi Objeto. No me planteé qué podía ser; simplemente busqué con rapidez y energía, casi como si me fuera la vida en ello. Botes de metal sin fondo, marcos que no enmarcaban, libros imposibles de leer y otros objetos absurdos desfilaron ante mis ojos. Por fin encontré, bajo un manto que no abrigaba, un espejo dorado y polvoriento, que no reflejaba nada.
Mirar en aquel espejo era como estar ciego. Lo que sucedió entonces no es fácil de explicar: Nada aparecía ante mis ojos. Aquella sensación de soledad hizo que se me agarrotase la garganta y que, presa de la angustia, comenzase a llorar. Las lágrimas llenaron el vacío del espejo y toda mi vida pasó ante mis ojos. De forma rápida, recordé cuánto había amado. Reviví los besos a mis padres, los juegos con mis hermanos, momentos de risas con mis amigas y la ilusión desbordante de comenzar a querer a Juan. También las tristezas y algunos fracasos golpearon mi memoria y se hicieron un hueco en mis recuerdos. Bautizo, cumpleaños, fin de carrera...Terminó la sucesión de imágenes en el momento en que me agachaba y cogía el espejo.
Volvió entonces a aparecer otra vez nada. De nuevo me angustié.
-La nada que ciega son los besos que no has dado, el tiempo que se te ha concedido para los demás y que has robado para ti, las sonrisas que niegas sin querer, detalles que no tienes con los tuyos, cosas hermosas que no valoras... -La voz de Faber rompió el no ver en mil pedazos-. Aquí cada uno encuentra lo que siempre ha estado buscando. Los hombres confunden la felicidad con cosas que son apenas destellos o chispazos de ella. Cosas buenas, como la belleza o la salud, que están al servicio del hombre y no al revés. Así, al obtenerlas descubren que aún perdura la sensación de vacío.
A la Tienda vienen quienes tienen todo pero se olvidan de lo afortunados que son. Usted está al borde de perder a su novio; vive con su familia pero no sabe qué piensan o sienten sus padres y hermanos; ya no habla con sus amigas y es una máquina en el trabajo, que no sabe de sus subordinados y superiores más de lo que pone en sus curricula. Ha venido aquí para darse cuenta de que tiene que cambiar y apreciar lo que posee; de que hay mil razonas por las que levantarse con una sonrisa en los labios.
Salí de la tienda muy feliz. Faber no permitió que me llevara el espejo; dijo que había que vivir cara al presente, aunque sin olvidar el pasado y teniendo en cuenta el futuro. También me explicó que el Espejo de los Vacíos quizá pudiera ser útil a otra persona, aunque de forma diferente.