X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

La tiranía de la imagen

Rosana García Araque, 20 años

                 Escuela Altaviana (Valencia)  

Amanecía cuando a Priscila le sonó el despertador para ir a la Universidad. Otro día más en el que no se miraba al espejo ni para peinarse, otro día en el que no mostraba el más mínimo interés en combinar el suéter que se iba a poner con el pantalón o los zapatos. ¿Por qué iba a hacerlo? Para qué si se siente insignificante, invisible, si considera que nadie se fija en ella, que a nadie importa. Y todo por creer que su cuerpo no era bello, un aspecto agradable para el mundo.

Priscila estaba obsesionada con su aspecto físico, con su delgadez. No estaba conforme con sus sesenta kilos para su metro cincuenta y ocho de altura. No; ella quería pesar menos, como esas modelos que aparecen en los anuncios y las pasarelas de moda. A ellas se les pueden contar hasta las costillas flotantes… Como ellas o nada, no había término medio para Priscila.

Y todo porque no era capaz de aceptarse tal y como era, con tantas cualidades como tenía. Pensaba que nunca nadie se iba a fijar en ella.

Sus mejores amigas, Iris y Paula, estaban cansadas de tirar de su ánimo, de preocuparse por que saliera de casa a tomarse unas cervezas las tres juntas y sacarle una sonrisa.

Priscila no era consciente de su dejadez, del daño que estaba haciendo a sus amigas y a su familia. En definitiva, a la gente que la quería, aunque creyera que a nadie importaba.

Y estaba muy equivocada. Felipe era un chico sencillo y simpático. Estudiaba con Priscila y sus amigas desde que empezaron la carrera. Ya desde el primer día, Priscila se había fijado en él, pero pensó que Felipe nunca se fijaría en el ella, ¡con la cantidad de chicas que había por allí! No podía figurarse que Felipe la tenía calada, pero que no se atrevía a decirle nada por vergüenza, hasta que Priscila empezó a cambiar llevada por sus complejos. Había dejado de ser aquella muchacha que todas las mañanas le dejaba enmudecido con una sonrisa, por la que buscaba cualquier excusa para ponerse a charlar.

Una mañana, Priscila llegó a la clase de Alemán hundida en sus pensamientos, decidida a no hablar con nadie, pues había traducido un comentario como algo personal que creyó referido a su peso. Por eso mandó callar a Felipe delante de todos los compañeros de aula, y comenzó a soltarle sapos y culebras, hasta que se levantó y se marchó. Felipe no daba crédito. Su cara era una mezcla de enfado, decepción y pena.

Al acabar Alemán, Felipe se dirigió a otra aula. Al girar por un pasillo, se topó de bruces con Priscila. Ambos bajaron la cabeza para no mirarse a la cara, pero en un impulso Felipe llamo a Priscila y le pidió hablar con ella un momento. Entonces, tomando fuerzas de flaqueza y soltó que se había hartado de su actitud y, pese a ser un hombre, rompió a llorar. Le dijo que sabía la razón de su actitud.

Priscila le miró con extrañeza, pensando qué podría saber él de lo suyo. Entonces Felipe le conto, entre lágrimas, que su hermana cayó en la misma obsesión y, poco a poco, se fue apagando, hasta dejar de lado a la familia. No pudo superar la anorexia.

Le confesó que no quería que siguiera el mismo camino porque ella le importaba, aunque fuera la primera vez que se lo decía.

La cara de Priscila era un poema. Estaba sorprendida no sólo por la actitud que Felipe le estaba demostrando, sino por la fuerza de su testimonio. Al despedirse, se encontró con Iris y Paula, que había contemplado la escena.

Gracias a aquel suceso, a la ayuda de su familia y la implicación de sus amigas… Gracias, sobre todo, al amor de Felipe, consiguió valorarse a sí misma y, poco a poco, olvidó la tiranía de los modelos de imagen que se había impuesto, que le impedían ser feliz.