III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

La tristeza de China

Morgana Santa Cruz, 15 años

                   Colegio San Agustín (Madrid)  

    Una mañana, armando gran alboroto, llego un vagabundo al poblado. Lanzaba alaridos y reclamaba la presencia de todos los habitantes en la plazoleta central. Traía una pierna

destrozada y magulladuras por todo el cuerpo. Sin fuerzas, se desplomó en el suelo. Dos hombres lo llevaron a la casa más cercana. Una vez allí, el medico, con la ayuda de unas mujeres, le lavó las heridas y le inmovilizó la pierna, que estaba fracturada.

    Después de un sueño reparador, el vagabundo contó su tragedia. En realidad se trataba de un pastor de una aldea cercana. Su vida había sido tranquila hasta que le llegaron ciertos rumores de que los soldados del Emperador se llevaban a los hombres de las aldeas vecinas sin que nadie supiera para qué. El pastor no hizo caso, hasta que el rumor se convirtió en realidad el día que los soldados arrasaron su pueblo.

    Ocho jinetes llegaron una noche y, sin mediar palabra, entraron en las chozas. No sólo despertaron a todo el mundo, sino que eligieron a la mayoría de los varones y se los llevaron a la fuerza. Pero el pastor y su hijo tuvieron ocasión de huir amparados por la oscuridad.

    Todos trataron muy bien al aldeano herido, que les brindó toda su información para que no estuvieran desprevenidos. Pero en vez de sentirse aliviados por saber más acerca del repentino ataque, entre los habitantes del pueblo se extendió el miedo. En vez de protegerse, comenzaron a huir del poblado, abandonándolo todo.

    Un día, ya bien entrada la noche, llegaron los temidos soldados del Emperador. Todo ocurrió tal y como lo había contado el pastor. Entraron casa por casa, llevándose a los hombres que tenían capacidad de combatir.

    Se marcharon al amanecer, con casi todos los varones del pueblo. Entre los infelices secuestrados se encontraba Yukinari, un granjero que había sido apartado de su mujer y de su hija pequeña.

    Durante el viaje apenas les dieron de comer. Las cosas no cambiaron al llegar a su destino. Les ordenaron que comenzaran a construir una muralla sin principio ni fin. El trabajo era arduo, sin condiciones higiénicas, sin cuidados que les permitieran sobrevivir. Durante años nada cambió: los trabajadores morían y llegaban otros nuevos para sustituirlos. Hasta que, cansados, algunos decidieron huir de aquella opresión.

    Una noche, Yukinari y los suyos decidieron sublevarse. Todos huirían. No tenían nada que perder y sí mucho que ganar: su casa, su familia, la libertad. Cuando subió la luna muchos murieron a manos de los soldados, pero la gran mayoría sobrevivió y logró escarpar. Se dispersaron por los bosques. Yukinari encontró un camino, lo siguió y llego a un pueblo. Los lugareños lo escondieron y cuidaron hasta que se repuso. Ya con fuerzas y provisiones salió en busca de su familia.

    Pasaron largos y penosos meses. Casi un año después, llegó a su poblado. No era igual que antes: apenas quedaban hombres. Sólo las mujeres y los ancianos labraban la tierra. Encontró a antiguos conocidos, que le dijeron que su mujer, Misao, se encontraba en casa con la hija de ambos. Al llegar a la puerta, dudó un momento. Con paso inseguro entró. Allí estaba ella, algo más vieja, pero viva.

    Yukinari volvió a labrar la tierra. Su vida volvió a ser plena, hasta que Misao, su esposa, murió a edad avanzada. Él mismo falleció poco después.